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jueves, marzo 09, 2006

Rodolfo Hinostroza: "Fugazmente Eielson"

Conocí a Jorge Eduardo Eielson en Lima, en 1967. Venía en plan de pintor, no de poeta, y fue en casa de un famoso colecccionista de arte donde nos encontramos por primera ve. Era la época de sus famosos Quipus, nudos de colores templados sobre un lienzo, que el crítico Juan Acha todavía cincuentón explicaba para nosotros los jóvenes poetas revolucionarios, que no entendíamos cómo Eielson había dejado de escribir su fulgurante poesía por aquellos decorativos cuadros, que para colmo del horror eran comprados por gordos burgueses ahítos de whisky y presumiblemente maricones.
Un año más tarde, en un bar de París, me explicó: "La poesía es Tiempo, la pintura es Espacio; el Tiempo es Muerte, el Espacio es Vida, así de simple. En Europa descubrí el Espacio y entonces me dediqué a pintar. Pero no vayas a creer que he dejado de escribir poesía".
Estábamos rodeados de jóvenes melenudos y fieros: corría el mes de junio del '68 y todavía armaban barricadas en el Barrio Latino. Esa noche recorrimos los bares de París, hasta el alba. Jorge oficiaba de anfitrión y me contaba centenares de historias. Bajo los puentes del Sena, donde dormían los simpáticos clochards me dijo: "No son tan simpáticos. Una vez que Samuel Beckett, borracho, se quedó dormido en uno de estos muelles, le echaron gasolina y le prendieron fuego. Se salvó arrojándose al río. Felizmente que sabía nadar".
Al alba nos acercamos a la boca del Metro Saint-Michel, que aún no había abierto, y decenas de muchachos aguardaban en las escalinatas. Un grupito tocaba una guitarra y cantaba canciones de Brassens.
Aquel año nos vimos con frecuencia, porque los dos habitábamos París y una misma señora -la viuda de Sérvulo- nos alquilaba nuestros respectivos apartamentos, que no quedaban lejos el uno del otro. Él y su amigo Michele compatían un gran apartamento que les servía de taller con Paul Tolstoi, el nieto del gran León, y yo vivía en uno más pequeño, por no decir minúsculo, con mi esposa Nadine. A veces nos invitaban a comidas a la sque concurrían pintores amigos de Jorge, algunos de ellos del movimiento "Nouveau Réalisme" que había sido la vanguardia plástica de los años '50 en Francia. Allí conocí a la viuda del legendario Yves Klein, que había muerto muy joven de un ataque cardíaco, y aun curioso artista llamado De la Villeglé, cuya chamba consistía en desgarrar los espesores de affiches pegados en los muros de París -los había de todos los tamaños, figuras y colores- hasta conseguir un efecto verdaderamente artístico: entonces los recortaba y se los llevaba a su taller, para luego exponerlos.
Por aquellas épocas Jorge estaba entusiasmado con el Arte Conceptual, que predecía el fin del objeto; se presentaba como arte no-objetual, como la "cosa mentale" de Leonardo da Vinci, y le creaba a Eielson tremendos problemas morales: ¿era o no lícito seguir con los Quipus -que ya tenían un mercado- o había que hacer estas piezas virtuales que eran invendibles?
Había expuesto en la galería Ivon Lambert una serie llamada "Esculturas subterráneas", que consistía en una docena de rectángulos de plástico de colores, cada uno con la descripción de una escultura imaginaria, y su imaginario emplazamiento. Por ejemplo, una Venus "enterrada" en la esquina de la rue St. Jacques con el Blv.Saint-Germain, justo donde había sido erigida la última barricada de Mayo '68. Y así.
También hizo una celebrada intervención en el Metro parisino, en uno de cuyos vagones atiborrados repartió sandwiches y gaseosas ayudado por un grupo de amigos entre los que se contaban Hastings e Yvonne von Mollendörf, que por entonces hacían su aprendizaje parisino y adoptaban posturas radicales: Hastings solía despedirse de la gente con el puño en alto, imitando el saludo maoísta.
Todo esto era posible gracias a Paul Tolstoi, el mecenas de Jorge, a quien no le importaba si las obras de Eielson se vendían o no, y lo instaba a seguir experimentando dentro de esa loca vanguardia, que si bien no producía piezas coleccionables, sí creaba instantes memorables. Un tal Vico Aconci había pintado los canales de Venecia de verde en homenaje a Veronese, el río Danubio de Azul como el vals de Strauss y quería pintar el río Amarillo de amarillo, con unos inofensivos tintes ecológicos. Christo había empaquetado el enorme Pont-Neuf sobre el Sena, y todos los árboles de los Champs-Elysées, y los del grupo Fluxus, Maciunas, Brecht y Beuys producían happenings escandalosos, con caballos, mucho fieltro y mantequilla y mujeres desnudas y pintadas.

Un día se mudaron a Gif-sur-Yvette, en el valle de Chevreuse, a una hora y pico de París; allí Paul les habí construido un inmenso taller en una especie de masía que se había comprado para habitarla algún día con su esposa. Estuve en la fiesta de inauguración, y un par de veves más, pero luego Jorge Eduardo se peleó con su mecenas y se largó de Francia con su fiel Michele, de regreso a Italia donde había vivido el último cuarto de siglo, y más precisamente a Cerdeña, donde Michele, que era en el fondo un honesto agricultor, poseía una casa de campo.
Seguí viendo a Jorge Eduardo, pero ya no con la misma asiduidad. Michele se casó -¡horror!- con una suiza vieja y fea, y se separó de Jorge por un tiempo, aunque luego volvieron a juntarse. Nunca hablamos de poesía. Cuando le mostré mi manuscrito de Contra Natura que por entonces acababa de terminar, el único comentario que me hizo fue: "Tú sabes lo que has hecho", sibilina frase que hasta ahora no acabo de entennder. Pero tengo la esperanza de que algún día lo haré.

Rodolfo Hinostroza, "Fugazmente Eielson", Homenaje a Eielson, revista More ferarum 5/6, Lima, noviembre 2000, 12-14.