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viernes, mayo 16, 2008

Sobre héroes y tumbas

Literatura: Adelanto exclusivo del Primer Copé de Oro de Novela: Como los verdaderos héroes

Destacado anteriormente en el concurso El Cuento de las 1000 Palabras de esta casa editora, el huancavelicano Percy Galindo Rojas aborda en su novela premiada la problemática sociopolítica del Perú sin soslayar la guerra interna que asoló al país. La obra incluye a diversos personajes-testigo como el que se presenta en estas líneas: Lenin Huarancca*

Durante todos esos años yo crecí a la sombra de mi bendito nombre. En la primaria, me decían Rojo; en la secundaria, Rabanito. Supongo que por iniciativa de algunos profesores. Una vez, a los nueve años, viajando en tren hacia Huancayo, subió un tipo a repartir folletos gratuitos de la Editorial Progreso a todos los viajantes. En uno de esos folletos reconocí mi nombre. Mi padre se sonrió y me lo leyó durante todo el trayecto. Luego escribió una dedicatoria en la primera página: al otro Lenin, y me lo regaló. Era una versión resumida de Acerca del Estado, que todavía debo tener guardada en algún lado. Otra vez me encontró leyendo revistas de historietas de Tarzán, el hombre mono, y de Fantomas, la amenaza elegante, de esas revistas en colores que publicaba la editorial Novaro. Me las quitó muy enojado y las hizo pedazos, sin darme tiempo siquiera para explicarle que las revistas no eran mías, que un compañero de la escuela me las había prestado. En compensación me dio otro libro: Para leer al Pato Donald, el clásico texto de Dorfman donde se explica por qué el bendito pato de Disney no es otra cosa que un arma ideológica más del imperialismo yanqui. Yo quise hacer lo mismo con el compañero que me prestó las revistas. El resultado fue obvio: no tuve amigos. Y tampoco los tuve en la secundaria, cuando entré a La Victoria de Ayacucho. Mi primer amor juvenil fue imaginario. Se llamó Nadezhda. Yo la evocaba musicalmente sustituyendo su nombre en lugar de Natalie, la canción francesa en la versión en castellano de los Hermanos Arriagada. La Revolución de Octubre, la tumba de Lenin, la Plaza Roja desierta, el chocolate en el Café Pushkín. Para contrarrestar el tedio de mi soledad monocorde, me soñaba parte de un grupo multicultural de estudiantes en la fría Rusia. Me soñaba bebiendo vodka y escribiendo poemas de amor a Nadezdha. Me soñaba. En fin, cosas de la primera adolescencia.
Cuando comenzó la época del terrorismo, en mayo del 80, mi padre sufrió una súbita crisis de inquietud y de duda. Durante noches enteras caviló la pertinencia de la guerra iniciada por Sendero. Había momentos en los que se preguntaba si no era mejor unirse a sus huestes, si se estaba perdiendo de participar en el gran acontecimiento revolucionario que iba a cambiar la historia del Perú para siempre. Yo lo veía releer una y otra vez sus textos marxistas (o leninistas o maoístas o hasta quizá pensamiento-Gonzalo), lo veía esconderlos debajo de una loseta en el patio, lo veía dar vueltas como un león enjaulado entre los cuartos de la casa, rumiar sus dudas en silencio. Cierta vez, cuando llegaron las primeras noticias de ajusticiamientos públicos de dirigentes comuneros apedreados o rebanados a punta de hacha por manos senderistas, delante de sus mujeres e hijos, tuvo su respuesta: No es la forma ni el tiempo. Era un sentimental, ya lo dije, un poeta.
[...]Mi ingreso a San Marcos fue cosa que demoró algo menos de dos años. Vivía en un cuartito de alquiler en el Centro de Lima, cerca del comedor universitario de Cangallo, y me sostenía con la religiosa pensión mensual que mi padre me enviaba y con algunos cachuelos eventuales que aprendí a buscar en services y cosas por el estilo. Ingresé por fin el 86. El mismo año en que las tropas tomaron por asalto la Ciudad Universitaria y destruyeron la estatua del Che Guevara de la Facultad de Derecho. Yo le conté a mi padre los sucesos en una carta, y él me respondió con una larga diatriba en contra de los apristas fascistas y proimperialistas. Me recomendó que me mantuviera alerta y con cuidado. La caza de brujas ha comenzado, dijo, allá y aquí, en Huancavelica. Al poco tiempo de eso, supe que tenía problemas.
[…]Lo demás, es otra historia. Mi peculiar nombre rojimio me trajo no pocos problemas en San Marcos. Con ambos bandos. Pero yo procuré mantenerme siempre alejado de toda ocupación política, por instinto de supervivencia. No fue fácil, por supuesto. Eran tiempos extremos, intolerantes. No sé si mi padre hubiera aprobado mi decisión. Supongo que no. Pero a esas alturas estaba saturado de revoluciones y sueños que pretendieran cambiar el mundo. Mis intereses eran otros. Para distanciarme del estigma de mi nombre busqué protección en un grupo de estudiantes alpinchistas que se hacía llamar La Botella Mecánica. No era un grupo de estudio ni de intereses ideológicos ni nada como eso. Su filosofía se resumía en dos verbos vulgares: chupar y tirar. Vivían para el trago y para las mujeres, en ese orden. El mundo podía hacerse pedazos y ellos ahí, tan campantes, preocupados en la práctica de sus dos verbos favoritos. Bajo su amparo (¿una isla?, ¿un lupanar?, ¿un refugio de inconsciencia? en San Marcos) pude sobrevivir ajeno a la realidad común universitaria de esos tiempos.
Pero hay una gran paradoja en todo eso. La resumiré brevemente porque la recuerdo ahora, quizás algún día me anime a contarla con más detalles. Los de la Botella Mecánica eran un grupo de juerguistas impenitentes (lúmpenes diría la jerga de mi padre) y, sin embargo, cierta vez, en 1988, tuvieron una única participación en la vida estudiantil al postular al Centro Federado de Derecho. Solían contar que la idea de la postulación había nacido por simple revanchismo en una de sus tantas noches de tragos, y que incluso los puestos los habían decidido al azar, jugándoselos a los dados. Contra todo pronóstico, vencieron. Fueron los primeros en arrebatar, luego de más de veinte años, la dirección del Centro Federado de Derecho a la facción comunista de Patria Roja. En la perspectiva del tiempo, pienso ahora, no fue poca cosa. Aun siendo un grupo de estudiantes disfuncionales por los que individualmente, en esos días, nadie daba nada (ahora dos o tres de ellos son jueces, alguno fiscal), fueron preferidos a Patria Roja y a Sendero en las elecciones estudiantiles. Y aunque después abandonaron el barco porque lo suyo era la ejecución de sus dos verbos favoritos, el cuento es que esa vez ganaron. Los tiempos estaban cambiando. O querían cambiar. Se notaba eso.

* Publicado en Caretas 2027.
En la foto: Percy Galindo Rojas.