Adela se viste de luto
Por Sandro Bossio*
El revólver se hundió en su nuca y, a unos milímetros, escuchó una voz destemplada: "No voltees, carajo, ahora sabremos si sigues siendo el hombre fuerte del régimen". El viejo intentó volverse, pero el arma se aplastó más entre sus pelos, y él solo pudo afianzarse en la baranda con ambas manos. Maldijo entre dientes haber salido a la terraza. Lo había hecho porque el ruido disperso de las carreras y el ronquido de los motores, imposibles en una calle como esa, le hicieron pensar en una revolución nacional. "No saldrás vivo de esta, viejo", volvió a decir la voz reposada, algo ruda, de su atracador. Nuevamente él quiso hablar, decir que era una equivocación, pero el captor, tironeándolo esta vez de los cabellos, le exigió cerrar la boca. Fue cuando sintió el dolor estancado en su garganta, el miedo batiendo en su pecho, los ojos anegados. A pesar de todo, lograba distinguir a través de las lágrimas los tanques en las intersecciones, las puertas abiertas de los camiones, la soldadesca dispuesta entre las palmeras. Las ondulaciones de la niebla le dotaban a todo una apariencia de ilusoria levedad. El viento azotaba como latigazos y, en la terraza, se percibía rumores de hierba agitada.
—¿Recuerdas la vez que vine a pedir la mano de Adela, viejo? —dijo la voz desde atrás—. ¿Recuerdas que te reíste cuando te hablé del matrimonio? ¿Has olvidado lo que dijiste de mí?
Cómo olvidar lo ocurrido aquella noche. Adela, la única hija de la casa, había llegado como a las diez en compañía de Rodolfo, su novio. Venían temblando, seguramente porque no sabían cómo decirle lo del niño, lo de la boda. El viejo salió a recibirlos con su bata roja y sus lentes de lectura, y aunque Adela quiso adelantarse a hablar, fue Rodolfo quien, torpe, inició el petitorio: "Buenas noches, señor ministro, mire usted, Adela y yo nos conocemos desde hace mucho, y bueno, como sabrá, hemos estado saliendo esta temporada". El viejo los miraba, desconfiado, primero a ella, después a él, luego otra vez a ella. Rodolfo continuó: "Bueno, pues, vamos a tener un hijo". Los ojos del viejo enloquecieron tras el anuncio. Rodolfo se apresuró a enmendar las cosas: "Por eso vinimos a hablar con usted, señor ministro, porque Adelita y yo hemos decidido casarnos". La ofuscación del viejo recrudeció, la sangre se le subió a la cabeza, sus manos se volvieron dos aspas: "Qué se ha creído usted, pedazo de badulaque, para venir a mi casa a ofendernos de esta manera". Rodolfo pugnaba por hablar, intentando decirle que amaba a su hija, que era teniente de la infantería, que estaba haciendo méritos para un próximo ascenso, incluso que podía llevar a vivir a Adela a la villa militar, pero el ministro interpuso su vozarrón, largándolo de la casa. Alertó a los empleados, que aparecieron como guardias de sitio por todos lados, abofeteó a Adela por mezclarse con serranos de mierda y llamó a su mujer clamando por su arma. La pobre vieja casi rueda por las escaleras por la prisa de interponerse entre el ministro y Rodolfo, porque era visto que se iban a las manos. En fin, todo terminó con la salida del muchacho, con la última mirada que le consagró a Adelita, mientras ella lloraba entre los brazos de su madre.
—Te habías puesto esta misma bata —continuó la voz y el viejo sintió que su captor giraba leve pero firmemente la muñeca para arrastrar un poco más la cabellera—. Me llamaste descarado y muerto de hambre, viejo. Pero, ya sabes, el mundo da vueltas.
De pronto, abajo, estallaron resonancias de fuego graneado. Una vez más el viejo trató de decir algo, luchando por mostrarle el rostro, pero el captor, que le había soltado los cabellos, le cubrió la boca con la mano libre y habló más encalabrinado que antes: "¡Te burlaste de mí! Enviaste a Miami a Adela aprovechando tu posición de hombre fuerte del régimen, te llevaste a mi hijo, me hiciste trizas!".
El viejo miró nuevamente la avenida sitiada: la neblina se balanceaba entre los cuerpos y los objetos en reposo. En ese momento una oleada de vientos encontrados descargó su furia contra él y entonces se supuso canoso, acabado, seguramente con el aspecto triste de una marioneta entre las manos de su captor.
—Este es un pronunciamiento militar —agregó la voz—. Disolveremos el congreso y mandaremos al paredón a los corruptos, a los maricones, a los rateros.
Le anunció que los soldados habían venido a tomarlo preso, porque ya se habían enterado de los malos manejos con los fondos de la caja militar, pero que él se les había adelantado para cobrarse lo de Adela: "Nunca más he vuelto a saber de ellos". Esta vez lo acogotó con su brazo y le hundió la rodilla en los riñones. Le dijo que antes de subir a la azotea había pasado por su habitación, que había tomado su pistola, que tenía un plan que garantizaba su éxito: "Sabías que la milicia vendría por ti, viejo, y tuviste miedo por tus malversaciones, así que subiste a la azotea y te metiste un tiro, ¿no te parece perfecto?".
El disparo, aislado y rugiente, repercutió más allá de la hierba agitada, más allá de las palmeras y de la calle, sin darle tiempo de gritar que él no era el ministro, que era el mayordomo, que sus patrones habían escapado tras el anuncio de un soplón del cuerpo, y que solo había querido, por una vez en su vida, ponerse una bata japonesa y fumarse una pipa de marfil legítimo.
* cuento incluido en su libro Crónica de amores furtivos (2008).
—¿Recuerdas la vez que vine a pedir la mano de Adela, viejo? —dijo la voz desde atrás—. ¿Recuerdas que te reíste cuando te hablé del matrimonio? ¿Has olvidado lo que dijiste de mí?
Cómo olvidar lo ocurrido aquella noche. Adela, la única hija de la casa, había llegado como a las diez en compañía de Rodolfo, su novio. Venían temblando, seguramente porque no sabían cómo decirle lo del niño, lo de la boda. El viejo salió a recibirlos con su bata roja y sus lentes de lectura, y aunque Adela quiso adelantarse a hablar, fue Rodolfo quien, torpe, inició el petitorio: "Buenas noches, señor ministro, mire usted, Adela y yo nos conocemos desde hace mucho, y bueno, como sabrá, hemos estado saliendo esta temporada". El viejo los miraba, desconfiado, primero a ella, después a él, luego otra vez a ella. Rodolfo continuó: "Bueno, pues, vamos a tener un hijo". Los ojos del viejo enloquecieron tras el anuncio. Rodolfo se apresuró a enmendar las cosas: "Por eso vinimos a hablar con usted, señor ministro, porque Adelita y yo hemos decidido casarnos". La ofuscación del viejo recrudeció, la sangre se le subió a la cabeza, sus manos se volvieron dos aspas: "Qué se ha creído usted, pedazo de badulaque, para venir a mi casa a ofendernos de esta manera". Rodolfo pugnaba por hablar, intentando decirle que amaba a su hija, que era teniente de la infantería, que estaba haciendo méritos para un próximo ascenso, incluso que podía llevar a vivir a Adela a la villa militar, pero el ministro interpuso su vozarrón, largándolo de la casa. Alertó a los empleados, que aparecieron como guardias de sitio por todos lados, abofeteó a Adela por mezclarse con serranos de mierda y llamó a su mujer clamando por su arma. La pobre vieja casi rueda por las escaleras por la prisa de interponerse entre el ministro y Rodolfo, porque era visto que se iban a las manos. En fin, todo terminó con la salida del muchacho, con la última mirada que le consagró a Adelita, mientras ella lloraba entre los brazos de su madre.
—Te habías puesto esta misma bata —continuó la voz y el viejo sintió que su captor giraba leve pero firmemente la muñeca para arrastrar un poco más la cabellera—. Me llamaste descarado y muerto de hambre, viejo. Pero, ya sabes, el mundo da vueltas.
De pronto, abajo, estallaron resonancias de fuego graneado. Una vez más el viejo trató de decir algo, luchando por mostrarle el rostro, pero el captor, que le había soltado los cabellos, le cubrió la boca con la mano libre y habló más encalabrinado que antes: "¡Te burlaste de mí! Enviaste a Miami a Adela aprovechando tu posición de hombre fuerte del régimen, te llevaste a mi hijo, me hiciste trizas!".
El viejo miró nuevamente la avenida sitiada: la neblina se balanceaba entre los cuerpos y los objetos en reposo. En ese momento una oleada de vientos encontrados descargó su furia contra él y entonces se supuso canoso, acabado, seguramente con el aspecto triste de una marioneta entre las manos de su captor.
—Este es un pronunciamiento militar —agregó la voz—. Disolveremos el congreso y mandaremos al paredón a los corruptos, a los maricones, a los rateros.
Le anunció que los soldados habían venido a tomarlo preso, porque ya se habían enterado de los malos manejos con los fondos de la caja militar, pero que él se les había adelantado para cobrarse lo de Adela: "Nunca más he vuelto a saber de ellos". Esta vez lo acogotó con su brazo y le hundió la rodilla en los riñones. Le dijo que antes de subir a la azotea había pasado por su habitación, que había tomado su pistola, que tenía un plan que garantizaba su éxito: "Sabías que la milicia vendría por ti, viejo, y tuviste miedo por tus malversaciones, así que subiste a la azotea y te metiste un tiro, ¿no te parece perfecto?".
El disparo, aislado y rugiente, repercutió más allá de la hierba agitada, más allá de las palmeras y de la calle, sin darle tiempo de gritar que él no era el ministro, que era el mayordomo, que sus patrones habían escapado tras el anuncio de un soplón del cuerpo, y que solo había querido, por una vez en su vida, ponerse una bata japonesa y fumarse una pipa de marfil legítimo.
* cuento incluido en su libro Crónica de amores furtivos (2008).