“Radiquen por siempre en mi cancion”. Un testimonio sobre Juan Ramírez Ruiz
Por Róger Santiváñez
CONOCÍ a Juan Ramírez Ruiz –como mucha gente de mi generación- a través de la antología Estos 13 preparada por José Miguel Oviedo en 1973 recogiendo la nueva poesía de aquella hora, conocida como la generación del 70. Corría el verano de dicho año bajo el ardiente sol de Piura cuando yo encontré el mencionado libro de tapas anaranjadas en uno de los anaqueles de Studium. Grande fue mi emoción al descubrir la existencia del movimiento Hora Zero. Quedé fascinado con el manifiesto Palabras urgentes y todo el activismo del que allí se daba testimonio. Del mismo modo me impactaron los poemas de los 13 poetas jóvenes que se presentaban, entre ellos, Juan Ramírez Ruiz. Y además él era el firmante –junto a Jorge Pimentel- del manifiesto que hizo arder con el terrible fuego de la poesía mi corazón adolescente de apenas 16 años.
EN JULIO de ese 1973 viajé de vacaciones a Lima. Yo había ingresado a la Universidad de Piura y poco a poco me iba decidiendo a asumir mi vocación poética. Recuerdo que en el Tepsa que me llevó a la capital devoré –una vez más- los poemas recogidos en Estos 13. Por el libro me enteré que el punto de reunión de estos poetas era el bar Palermo en la Colmena izquierda. Así que opté por ir a buscarlos y así lo hice varias veces durante la semana que permanecí en Lima, pero sin ningún resultado concreto. Recién en el otoño de 1975 tomé contacto personal con Juan Ramírez Ruíz en las inmediaciones del restaurant-chifa Wony. Nadie nos presentó. Sencillamente comenzamos a conversar muy cerca de la puerta del restaurant, a un paso del callejón de la librería Época en el jirón Belén. Yo ya sabía quién era él y probablemente él ya me había ubicado, debido a mis visitas casi diarias al Wony. En esos momentos yo me acababa de trasladar a San Marcos para seguir estudios de Literatura. Hablamos por supuesto de Hora Zero. El movimiento ya no existía en ese instante. Su última manifestación pública había sido una revista en forma de tabloide aparecida en marzo de 1973. Cada uno de los poetas que habían sido miembros de la agrupación estaba dedicado por completo al desarrollo de su obra individual.
ASI ES como yo fui testigo de excepción de la escritura de Vida perpetua cuyo primer título era Realidad separada según me explicó el propio Juan. Yo le hice notar la similitud con la famosa obra de Carlos Castañeda A Separately Reality publicada en inglés pero traducida como Una realidad separada y Juan decidió rebautizar su libro. Lo interesante era el propósito semántico inherente al título que Ramírez pensó originalmente en clara contraposición a su primer trabajo Un par de vueltas por la Realidad. Es decir, de una visión integral del mundo con voluntad de totalidad, había pasado a una óptica digamos personal en la que daba su percepción íntima, aparte, y por eso "separada". Durante muchas noches de 1975 y 1976 yo encontraba al poeta premunido de una oculta chata de ron refugiado en una mesa del restaurant Vitaminas, sito en Quilca –a media cuadra entre el cine Colón y Camaná- escribiendo y corrigiendo exaltadamente los poemas de Vida perpetua. Desde la barra –donde yo me situaba a aplicarme un menú- lo veía dar –literalmente- saltos de alegría sobre su asiento cuando –evidentemente- había logrado un hallazgo de composición. A veces –no siempre, si es que Juan me mostraba con su actitud lo contrario- yo me acercaba y conversábamos un rato. Muy muy caleta podía leerme unos escasos versos de lo que había escrito esa noche y después seguíamos hablando de todas las cosas de este mundo. Pero un rato. Nunca hasta tan tarde. Luego Juan enrumbaba hacia el jirón de la Unión –con su rítmica caminada envuelto en su clásico zafari azul de aquellos días- en dirección hasta su departamento en la calle Ancash 444 a un paso de la Avenida Abancay.
ANCASH 444. Hasta allí llegaba yo en cualquier momento. Tocaba la puerta de entrada del edificio y Juan venía desde el fondo del primer piso donde estaba su pequeña habitación y me abría para pasarnos un buen rato de charla. A veces tenía un tocadiscos colocado en el suelo y escuchábamos jazz. John Colemann o Telonius Monk por ejemplo. Me prestaba libros. Teoría del poeta español Leopoldo María Panero. Sobre el cual Juan escribió una excelente nota en Variedades de La Crónica donde trabajaba en esa época. Yo chequeaba su biblioteca y luego hablábamos de algunos de esos títulos. Los poetas visionarios del romanticismo inglés de Harold Bloom, la Semántica estructural de Greimas o El libro que vendrá de Blanchot. Sus intereses eran variados pero siempre estaba a la orden del día con lo último del pensamiento poético y filosófico occidental. Para mí es muy grato recordar esas tardes de mis visitas a su casa. Alguna vez hemos salido en un Fiat 600 que yo manejaba en ese tiempo hasta La Herradura y prendido un troncho contemplando el mar y a las muchachas colegialas que se habían tirado la pera con las primicias del verano. Era muy agradable departir con Juan Ramírez, siempre dispuesto a caminar por la ciudad o desplazarse hasta una zona alejada del centro, inmiscuidos en un tema inquietante de literatura, historia, filosofía o de la actualidad política. En aquel tiempo, los jóvenes del 75, varios de los cuales fundaríamos el grupo La Sagrada Familia en 1977, nos reuníamos todos los sábados en un bar de la Plaza San Francisco. Vecino del barrio, Juan solía aparecerse a estos sabatinos encuentros casi siempre acompañado de José Cerna Bazán. Interesado en la obra de los poetas más jóvenes, escribió en Mundial de La Crónica una nota sobre la mancha del 75 a propósito de la salida de Melibea en 1976, una revista que antecedió la fundación de La Sagrada Familia. Y cuando esto ocurrió organizó en Variedades una encuesta en la que participamos casi todos los poetas novísmos de aquella hora. Lo mismo haría en 1982 inmediatamente después del reventón del Movimiento Kloaka, con la generación del 80 y en su página cultural de El Diario de Marka. Juan siempre fue consecuente con el lema Siga. Pero diferente que cierra su trabajo "Fragmentos del ensayo: Poesía Integral (4 motivos para una respuesta compulsiva)" inserto en las últimas páginas de Un par de vueltas por la Realidad.
LA EDITORIAL Ames se propuso a fines de los 70s la extraña empresa de editar poesía. Importantes libros salieron a la luz, entre ellos Vox Horrísona de Luis Hernández, a quien –tras su suicidio en 1977- Juan le dedicó un sentido homenaje en su sección de Variedades de La Crónica. Fue entonces bajo el sello de la Editorial Ames que se publicó Vida perpetua en 1978. La propuesta experimental del libro cayó en el vacío, cosa no infrecuente en Lima desde los días de la aparición de Trilce de César Vallejo. Solitariamente salió una reseña de Vida perpetua en el diario Correo de Lima con la firma de quien redacta este testimonio. Recuerdo que años antes (1975) Juan –indignado por la nula respuesta que provocara un texto de ese libro publicado en la revista El Uso de la palabra- le envió una carta y el poema a Octavio Paz, quien lúcido como siempre publicó ambos documentos en su muy prestigiosa revista Plural en México. Pero México no es el Perú, así que Ramírez Ruiz debió soportar estoicamente y seguro de su talento, el silencio casi absoluto que se cirnió sobre ese hito de la poesía peruana de la segunda mitad del siglo XX denominado Vida perpetua.
HACIA fines de 1980 quien escribe estas líneas –junto a la poeta Dalmacia Ruiz Rosas- decidimos integrarnos al Movimiento Hora Zero en su segunda fase, es decir aquella comenzada desde su reagrupación en 1977. Juan Ramírez Ruiz no había participado en dicha reagrupación y fue entonces que entre él y yo surgió una diferencia que nos separó durante un tiempo. Simplemente dejó de hablarme. Yo acepté su determinación. Cuando en setiembre de 1982 se produjo la fundación del Movimiento Kloaka, Juan se me acercó en el Wony para saludarme. Me dió un abrazo y me dijo: Ahora, sí.
DURANTE los años 90 volví a ver a Juan casi todos los días. Esta vez era en la bohemia de Quilca nocturna. Él era uno de los contertulios –infaltable- en las animadas mesas del Queirolo, Las Pancitas, Las Rejas, Don Lucho, China Sarita o simplemente caminando por las intrincadas calles del Cercado. Una gran solidaridad nos unía en esos días de blues. Una hermandad poética a prueba de balas. Así, hemos celebrado calurosamente la aparición de su tercer libro Las armas molidas (1996) escrito bajo la presión de la guerra interna del Perú y cuyo aporte central sería la reivindicación étnica de los explotados de la tierra. Así como la invención de un nuevo lenguaje con su grafía propia y sus símbolos particulares, mágicos, ancestrales. Esta obra constituye uno de los proyectos más avanzados de la nueva poesía en lengua castellana, a caballo entre el siglo XX y los años que vendrán, portadora de insospechada y extraordinaria irradiación.
HABLANDO estrictamente de la poesía de Juan Ramírez Ruiz, podemos decir que su evolución marca un tenso arco desde Un par de vueltas por la Realidad neta creación de la variante peruana del Conversacionalismo hispanoamericano, en la cual hablan todas las voces de la ciudad de Lima, esa lengua viva que modula su canción desde el espacio de los marginados y los explotados, como queda claro en textos fundamentales como "Irma Gutiérrez (Aún sucede)" o "El único amor posible entre una estudiante en la academia de decoración y artesanía y un poeta latinoamericano" -rotundas muestras de Poesía Integral- hasta la gran esperanza étnica que se configura en Las armas molidas como una avalancha revolucionaria que liberará a las masas en un futuro próximo, según la expresa solidaridad y certidumbre del poeta. Se trata de una poesía épica de nuevo signo, como queda claro en estos versos de impecable factura: "!Voz –otra vez pico de ave errante- / coge del mar –tú- gotas de agua = / letras cristalinas / y rompe con ellas el silencio de las dunas!".
MAESTRO de la poesía, paciente artesano de sus versos, cincel exquisito de una nueva sensibilidad, artifice consciente de la sombra de la muerte, el gran poeta Juan Ramírez Ruiz –a su modo- se inmoló por todos nosotros. Escogió el camino de la desaparición para ser consecuente con su opción radical frente al orden establecido y su permanencia en el núcleo vital de la creación y el arte. Así lo comprendí la última vez que estuve con él –julio del 2006- en una mesa del Queirolo un mediodía lleno de esa luz que él poseía. Hasta este instante conservo un papel donde me escribió su nombre y el de la calle donde vivía Azángaro –dice- con su redondeada letra del primero de la clase que él siempre fue en su colegio, ya sea en Chiclayo o en Lima. Porque Juan fue brillante, sencillamente un genio, el orgulloso genio que nuestra cultura sabe darnos de vez en cuando, aunque casi siempre tenga que morir para ser reconocido. Pero nosotros, que siempre supimos que él era lo máximo, mantendremos viva su leyenda, estudiaremos y disfrutaremos su obra, la difundiremos cada día, y así cumpliremos el mensaje que nos deja en una de las más hermosas líneas de Las armas molidas: "Vosotros radiquen por siempre en mi canción".
CONOCÍ a Juan Ramírez Ruiz –como mucha gente de mi generación- a través de la antología Estos 13 preparada por José Miguel Oviedo en 1973 recogiendo la nueva poesía de aquella hora, conocida como la generación del 70. Corría el verano de dicho año bajo el ardiente sol de Piura cuando yo encontré el mencionado libro de tapas anaranjadas en uno de los anaqueles de Studium. Grande fue mi emoción al descubrir la existencia del movimiento Hora Zero. Quedé fascinado con el manifiesto Palabras urgentes y todo el activismo del que allí se daba testimonio. Del mismo modo me impactaron los poemas de los 13 poetas jóvenes que se presentaban, entre ellos, Juan Ramírez Ruiz. Y además él era el firmante –junto a Jorge Pimentel- del manifiesto que hizo arder con el terrible fuego de la poesía mi corazón adolescente de apenas 16 años.
EN JULIO de ese 1973 viajé de vacaciones a Lima. Yo había ingresado a la Universidad de Piura y poco a poco me iba decidiendo a asumir mi vocación poética. Recuerdo que en el Tepsa que me llevó a la capital devoré –una vez más- los poemas recogidos en Estos 13. Por el libro me enteré que el punto de reunión de estos poetas era el bar Palermo en la Colmena izquierda. Así que opté por ir a buscarlos y así lo hice varias veces durante la semana que permanecí en Lima, pero sin ningún resultado concreto. Recién en el otoño de 1975 tomé contacto personal con Juan Ramírez Ruíz en las inmediaciones del restaurant-chifa Wony. Nadie nos presentó. Sencillamente comenzamos a conversar muy cerca de la puerta del restaurant, a un paso del callejón de la librería Época en el jirón Belén. Yo ya sabía quién era él y probablemente él ya me había ubicado, debido a mis visitas casi diarias al Wony. En esos momentos yo me acababa de trasladar a San Marcos para seguir estudios de Literatura. Hablamos por supuesto de Hora Zero. El movimiento ya no existía en ese instante. Su última manifestación pública había sido una revista en forma de tabloide aparecida en marzo de 1973. Cada uno de los poetas que habían sido miembros de la agrupación estaba dedicado por completo al desarrollo de su obra individual.
ASI ES como yo fui testigo de excepción de la escritura de Vida perpetua cuyo primer título era Realidad separada según me explicó el propio Juan. Yo le hice notar la similitud con la famosa obra de Carlos Castañeda A Separately Reality publicada en inglés pero traducida como Una realidad separada y Juan decidió rebautizar su libro. Lo interesante era el propósito semántico inherente al título que Ramírez pensó originalmente en clara contraposición a su primer trabajo Un par de vueltas por la Realidad. Es decir, de una visión integral del mundo con voluntad de totalidad, había pasado a una óptica digamos personal en la que daba su percepción íntima, aparte, y por eso "separada". Durante muchas noches de 1975 y 1976 yo encontraba al poeta premunido de una oculta chata de ron refugiado en una mesa del restaurant Vitaminas, sito en Quilca –a media cuadra entre el cine Colón y Camaná- escribiendo y corrigiendo exaltadamente los poemas de Vida perpetua. Desde la barra –donde yo me situaba a aplicarme un menú- lo veía dar –literalmente- saltos de alegría sobre su asiento cuando –evidentemente- había logrado un hallazgo de composición. A veces –no siempre, si es que Juan me mostraba con su actitud lo contrario- yo me acercaba y conversábamos un rato. Muy muy caleta podía leerme unos escasos versos de lo que había escrito esa noche y después seguíamos hablando de todas las cosas de este mundo. Pero un rato. Nunca hasta tan tarde. Luego Juan enrumbaba hacia el jirón de la Unión –con su rítmica caminada envuelto en su clásico zafari azul de aquellos días- en dirección hasta su departamento en la calle Ancash 444 a un paso de la Avenida Abancay.
ANCASH 444. Hasta allí llegaba yo en cualquier momento. Tocaba la puerta de entrada del edificio y Juan venía desde el fondo del primer piso donde estaba su pequeña habitación y me abría para pasarnos un buen rato de charla. A veces tenía un tocadiscos colocado en el suelo y escuchábamos jazz. John Colemann o Telonius Monk por ejemplo. Me prestaba libros. Teoría del poeta español Leopoldo María Panero. Sobre el cual Juan escribió una excelente nota en Variedades de La Crónica donde trabajaba en esa época. Yo chequeaba su biblioteca y luego hablábamos de algunos de esos títulos. Los poetas visionarios del romanticismo inglés de Harold Bloom, la Semántica estructural de Greimas o El libro que vendrá de Blanchot. Sus intereses eran variados pero siempre estaba a la orden del día con lo último del pensamiento poético y filosófico occidental. Para mí es muy grato recordar esas tardes de mis visitas a su casa. Alguna vez hemos salido en un Fiat 600 que yo manejaba en ese tiempo hasta La Herradura y prendido un troncho contemplando el mar y a las muchachas colegialas que se habían tirado la pera con las primicias del verano. Era muy agradable departir con Juan Ramírez, siempre dispuesto a caminar por la ciudad o desplazarse hasta una zona alejada del centro, inmiscuidos en un tema inquietante de literatura, historia, filosofía o de la actualidad política. En aquel tiempo, los jóvenes del 75, varios de los cuales fundaríamos el grupo La Sagrada Familia en 1977, nos reuníamos todos los sábados en un bar de la Plaza San Francisco. Vecino del barrio, Juan solía aparecerse a estos sabatinos encuentros casi siempre acompañado de José Cerna Bazán. Interesado en la obra de los poetas más jóvenes, escribió en Mundial de La Crónica una nota sobre la mancha del 75 a propósito de la salida de Melibea en 1976, una revista que antecedió la fundación de La Sagrada Familia. Y cuando esto ocurrió organizó en Variedades una encuesta en la que participamos casi todos los poetas novísmos de aquella hora. Lo mismo haría en 1982 inmediatamente después del reventón del Movimiento Kloaka, con la generación del 80 y en su página cultural de El Diario de Marka. Juan siempre fue consecuente con el lema Siga. Pero diferente que cierra su trabajo "Fragmentos del ensayo: Poesía Integral (4 motivos para una respuesta compulsiva)" inserto en las últimas páginas de Un par de vueltas por la Realidad.
LA EDITORIAL Ames se propuso a fines de los 70s la extraña empresa de editar poesía. Importantes libros salieron a la luz, entre ellos Vox Horrísona de Luis Hernández, a quien –tras su suicidio en 1977- Juan le dedicó un sentido homenaje en su sección de Variedades de La Crónica. Fue entonces bajo el sello de la Editorial Ames que se publicó Vida perpetua en 1978. La propuesta experimental del libro cayó en el vacío, cosa no infrecuente en Lima desde los días de la aparición de Trilce de César Vallejo. Solitariamente salió una reseña de Vida perpetua en el diario Correo de Lima con la firma de quien redacta este testimonio. Recuerdo que años antes (1975) Juan –indignado por la nula respuesta que provocara un texto de ese libro publicado en la revista El Uso de la palabra- le envió una carta y el poema a Octavio Paz, quien lúcido como siempre publicó ambos documentos en su muy prestigiosa revista Plural en México. Pero México no es el Perú, así que Ramírez Ruiz debió soportar estoicamente y seguro de su talento, el silencio casi absoluto que se cirnió sobre ese hito de la poesía peruana de la segunda mitad del siglo XX denominado Vida perpetua.
HACIA fines de 1980 quien escribe estas líneas –junto a la poeta Dalmacia Ruiz Rosas- decidimos integrarnos al Movimiento Hora Zero en su segunda fase, es decir aquella comenzada desde su reagrupación en 1977. Juan Ramírez Ruiz no había participado en dicha reagrupación y fue entonces que entre él y yo surgió una diferencia que nos separó durante un tiempo. Simplemente dejó de hablarme. Yo acepté su determinación. Cuando en setiembre de 1982 se produjo la fundación del Movimiento Kloaka, Juan se me acercó en el Wony para saludarme. Me dió un abrazo y me dijo: Ahora, sí.
DURANTE los años 90 volví a ver a Juan casi todos los días. Esta vez era en la bohemia de Quilca nocturna. Él era uno de los contertulios –infaltable- en las animadas mesas del Queirolo, Las Pancitas, Las Rejas, Don Lucho, China Sarita o simplemente caminando por las intrincadas calles del Cercado. Una gran solidaridad nos unía en esos días de blues. Una hermandad poética a prueba de balas. Así, hemos celebrado calurosamente la aparición de su tercer libro Las armas molidas (1996) escrito bajo la presión de la guerra interna del Perú y cuyo aporte central sería la reivindicación étnica de los explotados de la tierra. Así como la invención de un nuevo lenguaje con su grafía propia y sus símbolos particulares, mágicos, ancestrales. Esta obra constituye uno de los proyectos más avanzados de la nueva poesía en lengua castellana, a caballo entre el siglo XX y los años que vendrán, portadora de insospechada y extraordinaria irradiación.
HABLANDO estrictamente de la poesía de Juan Ramírez Ruiz, podemos decir que su evolución marca un tenso arco desde Un par de vueltas por la Realidad neta creación de la variante peruana del Conversacionalismo hispanoamericano, en la cual hablan todas las voces de la ciudad de Lima, esa lengua viva que modula su canción desde el espacio de los marginados y los explotados, como queda claro en textos fundamentales como "Irma Gutiérrez (Aún sucede)" o "El único amor posible entre una estudiante en la academia de decoración y artesanía y un poeta latinoamericano" -rotundas muestras de Poesía Integral- hasta la gran esperanza étnica que se configura en Las armas molidas como una avalancha revolucionaria que liberará a las masas en un futuro próximo, según la expresa solidaridad y certidumbre del poeta. Se trata de una poesía épica de nuevo signo, como queda claro en estos versos de impecable factura: "!Voz –otra vez pico de ave errante- / coge del mar –tú- gotas de agua = / letras cristalinas / y rompe con ellas el silencio de las dunas!".
MAESTRO de la poesía, paciente artesano de sus versos, cincel exquisito de una nueva sensibilidad, artifice consciente de la sombra de la muerte, el gran poeta Juan Ramírez Ruiz –a su modo- se inmoló por todos nosotros. Escogió el camino de la desaparición para ser consecuente con su opción radical frente al orden establecido y su permanencia en el núcleo vital de la creación y el arte. Así lo comprendí la última vez que estuve con él –julio del 2006- en una mesa del Queirolo un mediodía lleno de esa luz que él poseía. Hasta este instante conservo un papel donde me escribió su nombre y el de la calle donde vivía Azángaro –dice- con su redondeada letra del primero de la clase que él siempre fue en su colegio, ya sea en Chiclayo o en Lima. Porque Juan fue brillante, sencillamente un genio, el orgulloso genio que nuestra cultura sabe darnos de vez en cuando, aunque casi siempre tenga que morir para ser reconocido. Pero nosotros, que siempre supimos que él era lo máximo, mantendremos viva su leyenda, estudiaremos y disfrutaremos su obra, la difundiremos cada día, y así cumpliremos el mensaje que nos deja en una de las más hermosas líneas de Las armas molidas: "Vosotros radiquen por siempre en mi canción".
3 de julio de 2008, frente a Roberts Pool, New Jersey
En la foto: Juan Ramírez Ruiz con Róger Santiváñez hace exactamente dos años en el bar Queirolo del Centro de Lima. "Juan Ramírez Ruiz no había participado en dicha reagrupación [de Hora Zero en 1977] y fue entonces que entre él y yo surgió una diferencia que nos separó durante un tiempo. Simplemente dejó de hablarme. Yo acepté su determinación", señala Santiváñez.