zonadenoticias

martes, enero 17, 2006

"Carlos Oliva, el poeta que toreaba automóviles"


Ofrezco aquí, con carácter de primicia, un adelanto de la novela El círculo de los escritores asesinos de Diego Trelles:


Éste es el sueño: el poeta Carlos Oliva y yo tomábamos una cerveza en el bar de Tito. Aunque yo nunca conocí físicamente a Oliva, sabía que era él y además él me decía que era Oliva, que si estaba loco para hacerle una pregunta tan estúpida, como si no lo conociera. Accedí. Incluso me disculpé. Luego empezó a contarme la historia de un poeta piurano que buscaba la muerte en una calle del Centro de Lima. Su método era simple: hacía como que se quedaba dormido sobre una pista vacía en plena madrugada hasta que, cual rata callejera, lo arrollase el primer coche. El poeta piurano sufría de amor pero, como sucede en estos casos, no murió ni de amor ni de nada. Lo que sí hizo fue contarle su historia a un periodista romántico que la convirtió en crónica y, luego, claro, con un efecto de boomerang que la hizo regresar con más fuerza, en leyenda urbana, en hazaña poética. «Si uno quiere morir atropellado por un carro, poeta Ganivet, no se hace el dormido sobre una calle deshabitada a las cinco de la mañana, ¿no es cierto? ¡Para eso está la Vía Expresa, no me jodan!» me decía un Oliva demasiado serio o, quizás, algo angustiado. Acto seguido, me dijo que él sabía cómo se moriría pero no sabía cuándo. Me lo dijo de la misma manera en la que uno dice que sabe de automóviles o que se pedirá una cerveza. Lo que lo agobiaba era saberse ignorante del momento y, más aún, tener la certeza de que moriría como un poeta joven y anónimo. Fue, entonces, cuando empezó a hablarme de cómo algunas personas se quieren morir sin sospecharlo, sin atreverse siquiera a pensarlo, aguantando estoicamente el dolor en el pecho que produce el acto mecánico del respiro. «Causa angustia, poeta Ganivet, la nada, el no saber, la inutilidad de los sentimientos que son sólo barreras ficticias para evadir el deseo sincero de pararlo todo. Entonces –sólo entonces– empieza uno a jugar. Como un niño con sus juguetes, uno juega con la muerte» me decía con una frialdad impresionante mientras yo pensaba en mí con toda la tristeza del mundo y me ponía a llorar. Es decir: yo, que en mi vida había llorado frente a algo parecido a un ser viviente, lloraba a moco tendido en y fuera de mi sueño hasta que Oliva me dijo que me dejara de mariconadas, Ganivet, que qué era eso de andar lloriqueando frente a todo el bar como un crío. Comprendí, entonces, que era poco serio sensibilizarse en esas circunstancias en las que te han elegido para ser testigo de algo revelador de lo que, intuyes, jamás podrás librarte. Entonces preguntó: «¿sabes cómo me voy a morir, Ganivet?» y se rió como si su risa fuera sólo el prólogo de una violenta manifestación de dolor, como si al cerrar la boca empezaran a invadirlo las arcadas del llanto hasta vencer su resistencia. Sin mediar pregunta y mirándome a los ojos con la mirada del mago farsante que te exhorta a aplaudirlo, me dijo que moriría en un accidente de tránsito pero que, en el fondo, no sería sino el simulacro de una fatalidad, un engaño premeditado que ahora conseguía liberar de su diccionario mental la palabra suicidio. Fue, entonces, que soltó su gran secreto para luego embarcarse en un monólogo febril en el que ya mi presencia no tuvo importancia: «Toreo automóviles, Ganivet» me dijo de pronto, «no sé si me entiendes; los sábados en la madrugada, cuando ya nadie quiere tomar conmigo, me encamino hacia una de esas avenidas de letreros luminosos que sólo consiguen perturbarme, repitiendo una y otra vez esa canción que dice, Tu tesoro, Carlos Oliva, es el amor que perdiste en tus manos de navegante ebrio, de náufrago sobre un tronco a la deriva, de marino agotado de tanto nadar contra la corriente, para llegar tenuemente hacia la resaca16, ¿tú has escuchado ese vals, Ganivet? No, claro que no, imposible, sólo este servidor lo ha escuchado porque ya no queda público en las galerías y eso lo sé porque tengo ambos pies agarrotados sobre el cemento, entre esas rayas finitas que colorean las negras autopistas, mi camisa arrugada me sostiene aunque cuelgue del vacío y ondee como una bandera ajada, la tengo bien cogida mientras me digo, Carlos, la capa con las dos manos, el cuerpo respingado, el culito terso, los brazos firmes, los dientes bien cerrados, los ojos inmóviles como los del francotirador ante su presa ¿me entiendes?, porque puede ser la última, Carlos Oliva, puede ser la última, así que cuando veas la sombra del toro mecánico apresurando su paso a través del horizonte y anunciando la llegada de la estampida con la luz del día, ahí debes adornarlo, ahí mismo, desplantar la embestida con donaire, con total dominio de tu lidia mataor, macheteándolo de rodillas con la verónica y rematándolo con la media, y ahí de nuevo el capeo y ole, el capeo y ole, el capeo y ole, desde el tendido imaginario, con los brazos en alto, triunfador entre un concierto de bocinas e insultos, Carlos Oliva, que te puedes morir este sábado, una cabeceada mortal, una trompicada terrible que te haría perder el equilibrio en el ruedo y, entonces, ya quisieras que hablasen en los periódicos de los choferes asesinos que conducen en Lima o de la mala suerte de los poetas que trajinan por las calles pensando en sus musas, esas musas que nunca tuviste, recuerda, esas ninfas invisibles, esas criaturas celestiales, siempre ajenas, Carlos, siempre para los otros jóvenes sensibles; pero al menos ahí queda tu legado, ahí está esa obra vasta que dejarás virgen, imagina, hasta que entonces, ya con rubor, empieces a comprender que a nadie le interesarán tus canciones ni tus cuadernos ni tu sufrimiento porque tú, Carlos Oliva, no eres Lucho Hernández y nunca publicaste un puto libro, ni saliste en el Ellos & Ellas de Caretas –seguro por cholito, seguro por marrón– ni en el Somos sabatino junto a los artistas bonitos y profundos que resplandecen ante los flashes de esos fotógrafos impertinentes de la prensa, Carlos, y tampoco jugueteaste con el pelo de Natalita, ni brindaste con Rodrigo que se agarra unos cuerazos en el Sargento, ni viste a Claudita que está loca la pobre yendo al Bauhaus todos los miércoles aunque ya está repleto de cholos y chibolos cojuditos y ahí sí tú no entras, ahí sí no encajas, ¿sabes por qué, Carlos Oliva?, porque nunca fuiste un poeta avant-garde o un artista de luxe, porque nunca tuviste un sentido policial de la vida ni le limpiaste el moco a los señorones artistas del gremio de mafiosos, porque no conoces quién es quién o con qué palabras se le habla a la policía cultural de Lima y ahí perdiste el paso, poeta, ahí mismito te moriste en vida, Carlos Oliva...»
Cuando Oliva acabó con su soliloquio, todas las personas del bar se habían marchado y afuera una neblina londinense se apoderaba de la ciudad. «Márchate ahora» me dijo el poeta con cierta vehemencia después de terminar su cerveza. Mi negativa fue recibida sin alborozo, diría incluso que con fastidio, pero mi obstinación era más fuerte que toda su indiferencia, que cualquiera de sus agravios y sentía cómo la presencia de un ánimo morboso me animaba a seguirlo, o quizás, más acertado sería decir que lo perseguía sin saber cómo. Seguía sus pasos procurando que no me viera a lo largo del Jirón Quilca, veinte pasos detrás de él que avanzaba balanceándose, exagerando su borrachera, de cara a una desierta avenida Wilson. Con ambas manos se despojó de la camisa, jalándola desde su espalda como si no tuviera botones. Escuálido, exhibiendo su desnutrición, las vértebras salidas de su espina dorsal, caminó arrebatado como si estuviera a punto de pelearse. Empecé a correr y, también, a sentir que no avanzaba, mientras Oliva ya empezaba con unos pasitos ridículos que a mí me parecieron más bien de baile, yo lo veía cada vez más lejos, cada vez más pequeño, y crecía mi desesperación y lo veía sacudiendo su camisa pero, más que un torero, a mí me parecía un saltimbanqui demente o un hombre huérfano de cordura en el preludio de una muerte atroz.
Luego de esquivar el primer auto, asentó una de sus rodillas sobre el piso y alzó ambos brazos. Grité su nombre. No volteó. Me sentía arrastrado por un mar salvaje que me alejaba de la orilla en la que Oliva estaba a punto de morirse. El segundo auto se llevó su camisa con el parabrisas y él volteó el torso dándole la espalda al tráfico. En ese momento tuve la sensación de que impedir lo que vería, no sería más que un acto de excesiva estupidez. Tuve un repentino acceso de calma, mis piernas dejaron de moverse y yo de alejarme. Estaba a cinco metros de él, cuando el ruido seco que hizo su cuerpo al empotrarse contra una combi vacía, explosionó en mis oídos. Oliva voló como impulsado por un ventilador gigante y cayó inerte sobre la calzada con el pecho destrozado. Sus piernas, que aún temblaban, parecían de goma y lo que quedaba de su cabeza ya no pendía del tronco, estaba dislocada, pegada de lado sobre uno de sus hombros. En ese momento, la avenida ya no sonaba a nada, la combi que lo había asesinado desapareció y yo, que lloraba por segunda vez en el sueño, me acercaba al harapo de carne que ahora era el poeta, con el único, escalofriante motivo de observarlo muerto. Entonces fue que, segundos antes de ejecutarlo, escuché mi grito, un alarido de bestia moribunda que me trajo a la memoria a la agonizante Agnes en su lecho de muerte al inicio de Gritos y susurros.17 Ese grito de ultratumba salió desde mis entrañas sin que hubiera abierto la boca. Fue entonces que tuve la premonición del horror cuando empecé a reconocerme en el caído, cuando vi con estupor que eran mis rasgos faciales los del cadáver de Oliva y que me observaba apaciblemente muerto, librado de toda angustia mundana y leve, leve como una pluma en plena caída, esperando el contacto de alguna superficie neutra, de cualquier cuerpo ajeno.

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16 Si bien estos versos pertenecen a Oliva (son del poema S/T, incluido en su obra póstuma Lima o el largo camino de la desesperación, 1995) y aunque efectivamente el poeta murió en 1994, hay algunas inexactitudes en lo narrado que me llevan a concluir que Ganivet ha hecho confluir las historias de tres poetas peruanos atropellados, en una sola. La primera de ellas, siguiendo un orden cronológico, es la del poeta chimbotano Juan Ojeda. Según una leyenda urbana, más que haciendo de torero, Ojeda se suicida emulando a un toro con el objetivo de embestir a un carro en plena avenida Arequipa. Lo de Oliva, por su parte, no sucedió en la avenida Wilson sino cruzando la Vía Evitamiento por el Puente Dueñas. Él y algunos de sus amigos, huían de algo peligroso cuando lo cogió un automóvil. En lo que acierta Ganivet es en que fue una combi (servicio informal de transporte metropolitano en Lima) la que, en una segunda instancia, lo mata. Finalmente, el tercer poeta es Juan Vega y, como Oliva, también formaba parte de Neón. Fue Vega el que falleció en la avenida Wilson en 1996 cuando salía de la presentación de una revista organizada en el bar Queirolo.

17 Se refiere a Agnes, la hermana moribunda en Viskingar och rop (1972), obra mayor dentro de la extensa filmografía del maestro sueco, Ingmar Bergman. La escena que recuerda Ganivet, el grito asolador de la enferma, es la que da inicio al filme.