Claros / Roncagliolo
Hemos empezado esta semana con dos noticias provenientes de España que tienen que ver con la literatura peruana. Dos noticias de signo distinto: la muerte del poeta Antonio Claros y el premio Alfaguara de novela conseguido por Santiago Roncagliolo.
Iván Thays, quien como ya comenté fue miembro del jurado en la versión anterior de este premio, anunció el pasado miércoles el cese de funciones de su weblog Cuaderno Moleskine “por motivos de fuerza mayor”. Quise saber un poco más sobre esos motivos, y le alcancé la pregunta a Thays, quien por el momento ha preferido no dar detalles. “Estoy un poco harto de la blogosfera", es todo lo que me ha dicho, y lo entiendo perfectamente. Más bien, sobre el premio a Roncagliolo me comenta que (al igual que muchos de nosotros) tiene curiosidad por leer la novela. También me dice que dos de los miembros del jurado, el novelista peruano residente en Sevilla Fernando Iwasaki y la cineasta catalana Isabel Coixet, “son dos personas que están muy bien dotadas para entender el sentido del humor de Santiago”. Además, Thays no pierde tiempo en señalar que “desde luego, el hecho de que Santiago haya publicado en Alfaguara no implica un arreglo previo o una ventaja porque en eso sí puedo dar fe que el jurado es muy autónomo para elegir la que más le gusta de entre las siete novelas finalistas".
Con relación al sensible fallecimiento de Antonio Claros, escribí a Eduardo Chirinos para pedirle unas líneas. Chirinos publicó uno de sus poemarios, Recuerda, cuerpo…, en las Ediciones del Tapir que Claros dirigía, y fue también amigo personal del poeta y editor. Chirinos se excusó amablemente con el siguiente mensaje: “En este momento estoy en Salamanca, un poco en shock pues me cuesta creer en la coincidencia de regresar exactamente veinte años después al país donde lo conocí y frecuenté. En estos momentos (y te soy muy sincero) me siento incapaz de escribir nada que no sean las banalidades de obituario”. No obstante, Chirinos me recuerda un texto suyo sobre Claros. El mismo apareció inicialmente a principios de los noventa en la revista Meridiano de Lima y forma parte de su libro Epístola a los transeúntes. Crónicas & artículos periodísticos, publicado por el Fondo Editorial de la Universidad Católica en enero del 2001. Lo incluyo en su integridad:
UN INTRUSO EN LA COMEDIA / Por Eduardo Chirinos
En los restaurantes populares de Madrid los lunes suelen ser llamados “Días del cocido”. Ascendiente de nuestro sancochado, el cocido oficiaba de alimento sacramental en nuestra reunión de la semana. El templo era un guarique con televisión a colores y mesas bien dispuestas para los obreros, clientes habituales. También había vendedoras que robaban algunos minutos a su horario y algunos cesantes con aire distinguido que se hundían en la minuciosa lectura del ABC.
Nuestra mesa era la tercera de la izquierda. Allí nos atendía Tomás, un muchacho solícito y prematuramente calvo que al despedirse nos obsequiaba el mantel: un pliego inmenso de papel donde solíamos trazar monigotes o apuntes para algún poema que iba a perderse entre restos de garbanzos o manchas de humilde Valdepeñas. Olvidaba decir que el restaurante se llamaba "Los Pinetes” y que quedaba (espero que aún quede) en el barrio obrero de Cuatrocaminos.
En ese guarique nos reunimos con Antonio todos los lunes durante dos años para comer (en España llaman “comer” a lo que nosotros llamamos “almorzar”) y hablar de cualquier cosa: recuerdos del Perú, la nueva reelección de Felipe González, la inmutable belleza de Catherine Deneuve. Luego buscábamos un lugar menos trajinado para tomar una bebida caliente –por lo general manzanilla- y ver caer la tarde comentando un verso de Aleixandre o de Vallejo. A veces visitábamos las ingentes librerías madrileñas o íbamos a su pequeño estudio para cocer, con hilos de diferentes colores, los ejemplares de la última entrega de El Tapir, prolífica y selecta editorial que dirige desde hace un buen tiempo con el apoyo de Miguel Cabrera.
Hablaba poco de sí mismo. Con el tiempo entendí que su reticencia obedecía a una terca voluntad de transparencia y rigor que lo obligaba a limpiar cualquier miasma que empañara su espíritu. Todo en él –sus modales, sus opiniones, incluso sus raras confidencias- poseía un carácter de suprema levedad que se anclaba en nosotros a través de sus poemas. Cosa curiosa, mientras más cultivaba la impresencia –esa preciosa facultad de un Machado, un Pessoa o un Westphalen- más significado tenían sus poemas. Diríase que su propia obra lo había desplazado hasta convertirlo en un invisible y eficaz demiurgo.
A diferencia de tantos que escriben para figurar, él ha preferido desdibujarse en su obra para alcanzar el pálido premio de la trascendencia: apátrida y errabundo, asceta y solitario, tímido y terriblemente orgulloso, Antonio Claros parece escribir desde siempre el mismo poema. Digamos que nació maduro y que su evolución es la búsqueda de una profundidad que no admite el desplazamiento. Profundidad es la palabra que mejor lo define, pues la suya es una poesía del conocimiento que no transa con el silogismo ni con la falsa verdad de la retórica. Antonio Machado lo hubiera leído con placer y no poca sorpresa, pues hay en sus libros una personalísima y viva sensación de tiempo expresada en un lenguaje cuyo código no podemos compartir sin sumergirnos de lleno en él:
Habré perdido la oscuridad que me guiaba
No oigo ni el zumbido del naufragio
Los siglos llamando y llamando
Tan lento el milagro que nadie lo oye
Cada madrugada es un olvidar rostros
Nos navegan las oscuras huellas de un dolor
O son noches sin fondo donde divaga lo insaciable.
Su lectura nos obliga a aprender un nuevo alfabeto. Un alfabeto de imágenes que alcanzan en su obra el rango de personajes con los que gusta confundirse el poeta. Comedia de las imágenes no sólo es el título de una de sus mejores e inhallables plaquettes, es el título de una generosa selección de sus trabajos desde Chloe (1962) hasta Voces en la hierba (1988). En este libro comprenderemos que el incierto vagar de Antonio por los parajes de su obra solo es posible gracias a un arduo ejercicio de silencio y transparencia. No a otra cosa nos invita su lectura.
Iván Thays, quien como ya comenté fue miembro del jurado en la versión anterior de este premio, anunció el pasado miércoles el cese de funciones de su weblog Cuaderno Moleskine “por motivos de fuerza mayor”. Quise saber un poco más sobre esos motivos, y le alcancé la pregunta a Thays, quien por el momento ha preferido no dar detalles. “Estoy un poco harto de la blogosfera", es todo lo que me ha dicho, y lo entiendo perfectamente. Más bien, sobre el premio a Roncagliolo me comenta que (al igual que muchos de nosotros) tiene curiosidad por leer la novela. También me dice que dos de los miembros del jurado, el novelista peruano residente en Sevilla Fernando Iwasaki y la cineasta catalana Isabel Coixet, “son dos personas que están muy bien dotadas para entender el sentido del humor de Santiago”. Además, Thays no pierde tiempo en señalar que “desde luego, el hecho de que Santiago haya publicado en Alfaguara no implica un arreglo previo o una ventaja porque en eso sí puedo dar fe que el jurado es muy autónomo para elegir la que más le gusta de entre las siete novelas finalistas".
Con relación al sensible fallecimiento de Antonio Claros, escribí a Eduardo Chirinos para pedirle unas líneas. Chirinos publicó uno de sus poemarios, Recuerda, cuerpo…, en las Ediciones del Tapir que Claros dirigía, y fue también amigo personal del poeta y editor. Chirinos se excusó amablemente con el siguiente mensaje: “En este momento estoy en Salamanca, un poco en shock pues me cuesta creer en la coincidencia de regresar exactamente veinte años después al país donde lo conocí y frecuenté. En estos momentos (y te soy muy sincero) me siento incapaz de escribir nada que no sean las banalidades de obituario”. No obstante, Chirinos me recuerda un texto suyo sobre Claros. El mismo apareció inicialmente a principios de los noventa en la revista Meridiano de Lima y forma parte de su libro Epístola a los transeúntes. Crónicas & artículos periodísticos, publicado por el Fondo Editorial de la Universidad Católica en enero del 2001. Lo incluyo en su integridad:
UN INTRUSO EN LA COMEDIA / Por Eduardo Chirinos
En los restaurantes populares de Madrid los lunes suelen ser llamados “Días del cocido”. Ascendiente de nuestro sancochado, el cocido oficiaba de alimento sacramental en nuestra reunión de la semana. El templo era un guarique con televisión a colores y mesas bien dispuestas para los obreros, clientes habituales. También había vendedoras que robaban algunos minutos a su horario y algunos cesantes con aire distinguido que se hundían en la minuciosa lectura del ABC.
Nuestra mesa era la tercera de la izquierda. Allí nos atendía Tomás, un muchacho solícito y prematuramente calvo que al despedirse nos obsequiaba el mantel: un pliego inmenso de papel donde solíamos trazar monigotes o apuntes para algún poema que iba a perderse entre restos de garbanzos o manchas de humilde Valdepeñas. Olvidaba decir que el restaurante se llamaba "Los Pinetes” y que quedaba (espero que aún quede) en el barrio obrero de Cuatrocaminos.
En ese guarique nos reunimos con Antonio todos los lunes durante dos años para comer (en España llaman “comer” a lo que nosotros llamamos “almorzar”) y hablar de cualquier cosa: recuerdos del Perú, la nueva reelección de Felipe González, la inmutable belleza de Catherine Deneuve. Luego buscábamos un lugar menos trajinado para tomar una bebida caliente –por lo general manzanilla- y ver caer la tarde comentando un verso de Aleixandre o de Vallejo. A veces visitábamos las ingentes librerías madrileñas o íbamos a su pequeño estudio para cocer, con hilos de diferentes colores, los ejemplares de la última entrega de El Tapir, prolífica y selecta editorial que dirige desde hace un buen tiempo con el apoyo de Miguel Cabrera.
Hablaba poco de sí mismo. Con el tiempo entendí que su reticencia obedecía a una terca voluntad de transparencia y rigor que lo obligaba a limpiar cualquier miasma que empañara su espíritu. Todo en él –sus modales, sus opiniones, incluso sus raras confidencias- poseía un carácter de suprema levedad que se anclaba en nosotros a través de sus poemas. Cosa curiosa, mientras más cultivaba la impresencia –esa preciosa facultad de un Machado, un Pessoa o un Westphalen- más significado tenían sus poemas. Diríase que su propia obra lo había desplazado hasta convertirlo en un invisible y eficaz demiurgo.
A diferencia de tantos que escriben para figurar, él ha preferido desdibujarse en su obra para alcanzar el pálido premio de la trascendencia: apátrida y errabundo, asceta y solitario, tímido y terriblemente orgulloso, Antonio Claros parece escribir desde siempre el mismo poema. Digamos que nació maduro y que su evolución es la búsqueda de una profundidad que no admite el desplazamiento. Profundidad es la palabra que mejor lo define, pues la suya es una poesía del conocimiento que no transa con el silogismo ni con la falsa verdad de la retórica. Antonio Machado lo hubiera leído con placer y no poca sorpresa, pues hay en sus libros una personalísima y viva sensación de tiempo expresada en un lenguaje cuyo código no podemos compartir sin sumergirnos de lleno en él:
Habré perdido la oscuridad que me guiaba
No oigo ni el zumbido del naufragio
Los siglos llamando y llamando
Tan lento el milagro que nadie lo oye
Cada madrugada es un olvidar rostros
Nos navegan las oscuras huellas de un dolor
O son noches sin fondo donde divaga lo insaciable.
Su lectura nos obliga a aprender un nuevo alfabeto. Un alfabeto de imágenes que alcanzan en su obra el rango de personajes con los que gusta confundirse el poeta. Comedia de las imágenes no sólo es el título de una de sus mejores e inhallables plaquettes, es el título de una generosa selección de sus trabajos desde Chloe (1962) hasta Voces en la hierba (1988). En este libro comprenderemos que el incierto vagar de Antonio por los parajes de su obra solo es posible gracias a un arduo ejercicio de silencio y transparencia. No a otra cosa nos invita su lectura.