Ficha-carné: Después de la teoría de Terry Eagleton
A medida que las contraculturales décadas de 1960 y 1970 se fueron convirtiendo en los posmodernos años ochenta y noventa, la pura irrelevancia del marxismo iba pareciendo más llamativa. Porque ahora la producción industrial parecía estar realmente en la vía de salida, y junto con ella el proletariado. El boom económico posterior a la guerra se desvaneció ante la cada vez más intensa competitividad internacional que obligó a reducir las tasas de beneficio. Los capitalismos nacionales luchaban por mantenerse en pie en un mundo cada vez más global. Estaban menos protegidos que antes. Como consecuencia de la disminución de los beneficios, el sistema capitalista en su conjunto se vio obligado a sufrir una dramática reforma. La producción se exportó a los lugares con bajos salarios, de los que a Occidente le gusta pensar ingenuamente que son el mundo en vías de desarrollo. El movimiento obrero fue atado de pies y manos, y fue obligado a aceptar humillantes restricciones en sus libertades. La inversión se desplazó del sector de las manufacturas industriales al de los servicios, las finanzas y las comunicaciones. A medida que los grandes negocios se convertían en negocios culturales, cada vez más dependientes de la imagen, el envoltorio y la exhibición, la industria cultural iba convirtiéndose en un gran negocio.
Sin embargo, desde el punto de vista del propio marxismo la ironía estaba clara. Los cambios que parecían consignarlo al olvido eran aquellos que se había dedicado a explicar. El marxismo no era superfluo porque el sistema hubiera alterado su papel; cayó en desgracia porque el sistema era más intensivo que nunca. Quedó sumido en la crisis; y era el marxismo sobre todo el que había dado una explicación de cómo estas crisis se producían y desaparecían. De modo que desde el punto de vista del propio marxismo lo que lo hacía parecer redundante era precisamente lo que confirmaba su relevancia. No le habían enseñado la puerta porque el sistema se hubiera reformado haciendo que la crítica socialista fuera superflua. Le habían puesto de patitas en la calle justamente por la razón contraria, porque el sistema parecía demasiado imbatible, y no porque hubiera cambiado su forma de proceder, lo cual hizo que muchos perdieran las esperanzas en un cambio radical.
La perdurable relevancia del marxismo era más evidente a escala global. No era tan obvia para los críticos eurocéntricos de la teoría que solo podían ver que las minas de Yorkshire estaban cerrando y que la clase obrera occidental estaba retrocediendo. A escala planetaria, las desigualdades entre ricos y pobres habían aumentado, tal como había previsto el Manifiesto comunista. Como también predijo, hay una creciente desafección en la militancia por parte de los más pobres del mundo; solo que mientras que Marx había buscado esta desafección en Bradford y en el Bronx, hoy día puede encontrarse en los zocos de Trípoli y de Damasco. Y es la propagación de enfermedades contagiosas y no el asalto al Palacio de Invierno lo que algunos de ellos tienen en mente.
En lo que se refiere a la desaparición del proletariado deberíamos traer a la memoria la etimología de la palabra. En la sociedad de la Antigüedad, el proletariado eran aquellos que eran demasiado pobres para servir al Estado ostentando propiedades, y que por el contrario le servían teniendo hijos (proles, 'descendencia') que sirvieran de fuerza de trabajo. Son aquellos que no tienen nada que ofrecer salvo sus cuerpos. Los proletarios y las mujeres están, por tanto, estrechamente aliados, como de hecho lo están en las regiones más pobres del mundo de hoy en día. La pobreza absoluta o la pérdida del ser consiste en que a uno no le quede nada más que uno mismo. Es trabajar directamente con el cuerpo, al igual que el resto de los animales. Y como esta es todavía en la actualidad la condición de millones de hombres y mujeres sobre la Tierra, resulta extraño que se nos diga que el proletariado ha desaparecido. (53-54)
Terry Eagleton, Después de la teoría. DEBATE: Barcelona, 2005.
Sin embargo, desde el punto de vista del propio marxismo la ironía estaba clara. Los cambios que parecían consignarlo al olvido eran aquellos que se había dedicado a explicar. El marxismo no era superfluo porque el sistema hubiera alterado su papel; cayó en desgracia porque el sistema era más intensivo que nunca. Quedó sumido en la crisis; y era el marxismo sobre todo el que había dado una explicación de cómo estas crisis se producían y desaparecían. De modo que desde el punto de vista del propio marxismo lo que lo hacía parecer redundante era precisamente lo que confirmaba su relevancia. No le habían enseñado la puerta porque el sistema se hubiera reformado haciendo que la crítica socialista fuera superflua. Le habían puesto de patitas en la calle justamente por la razón contraria, porque el sistema parecía demasiado imbatible, y no porque hubiera cambiado su forma de proceder, lo cual hizo que muchos perdieran las esperanzas en un cambio radical.
La perdurable relevancia del marxismo era más evidente a escala global. No era tan obvia para los críticos eurocéntricos de la teoría que solo podían ver que las minas de Yorkshire estaban cerrando y que la clase obrera occidental estaba retrocediendo. A escala planetaria, las desigualdades entre ricos y pobres habían aumentado, tal como había previsto el Manifiesto comunista. Como también predijo, hay una creciente desafección en la militancia por parte de los más pobres del mundo; solo que mientras que Marx había buscado esta desafección en Bradford y en el Bronx, hoy día puede encontrarse en los zocos de Trípoli y de Damasco. Y es la propagación de enfermedades contagiosas y no el asalto al Palacio de Invierno lo que algunos de ellos tienen en mente.
En lo que se refiere a la desaparición del proletariado deberíamos traer a la memoria la etimología de la palabra. En la sociedad de la Antigüedad, el proletariado eran aquellos que eran demasiado pobres para servir al Estado ostentando propiedades, y que por el contrario le servían teniendo hijos (proles, 'descendencia') que sirvieran de fuerza de trabajo. Son aquellos que no tienen nada que ofrecer salvo sus cuerpos. Los proletarios y las mujeres están, por tanto, estrechamente aliados, como de hecho lo están en las regiones más pobres del mundo de hoy en día. La pobreza absoluta o la pérdida del ser consiste en que a uno no le quede nada más que uno mismo. Es trabajar directamente con el cuerpo, al igual que el resto de los animales. Y como esta es todavía en la actualidad la condición de millones de hombres y mujeres sobre la Tierra, resulta extraño que se nos diga que el proletariado ha desaparecido. (53-54)
Terry Eagleton, Después de la teoría. DEBATE: Barcelona, 2005.