Sobre Rotación de Rubén Quiroz
Un giróvago chalaco-luso-hispano y la resemantización galileica
Por Gonzalo Portals*
Ciego, ególatra e insomne; acusado de sostener las doctrinas que la buena noche y los malos vinos le revelan cada cierto tiempo, Quiroz pulsa las jarcias muertas que soportan su propia Tierra a la deriva con una templanza digna de un trasgo, un monje o un espíritu afanoso. Obligado a retractarse cada vez que un libro suyo se antepone a sus designios, el autor no ha tenido que exorcizar a nadie para acometer esta aventura donde el descubrimiento de leyes nuevas que supone discurrir sobre la condición herética de escritos precedentes, marchan de la mano de traiciones, inquisiciones y blasfemias lanzadas por doquier. Inmóvil ante un sol intolerable, este galileo preclaro y proteico, objeto de todos los oprobios, ha vuelto a formular tratados con la disciplina inoportuna de la poesía. Su Rotación constituye una reunión de apagapenoles, drafaldetes y palanquines en la que los papeles azules convocan a los vientos y las palabras son los cabos para cargar los puños de las velas mayores del navío. La Tierra Magna de este rub(v)encejo soporta una rotación personal, desasosegada y esquizofrénica; sus husos son bocas, sus bocas huestes, sus huestes estanques, y sus clepsidras cadáveres de asombro puestos de cara al equinoccio. Lima, en sus ojos de matemático impuro, humea cuando su hijo bastardo, el texto como materia h(s)ervida, lanza a la hoguera un nuevo tratado de inmovilidad. Lima, la hecatombe-golfa, se solaza cuando una muchedumbre la aventaja en el desenvolvimiento progresivo de conmociones y de ultrajes.
Quiroz, navegante chalaco-luso-hispano, vigía de nidos empinados como sus búsquedas, otrora "bailaor" cadencioso al ritmo de "El Pirata", estructura esta aventura desde su condición de veedor de taumaturgias con la crispación sólita que supone saberse boga de una ciudad-espanto, sin eje, sin noche y sin nombre, bautizada por él mismo como el no-lugar, el lugar donde se requiere de renovaciones permanentes pues su pronta finitud hace rato que besa a sus hombres, hace rato que avisa del aspa ulterior.
Despiadadamente terco, con el mar-regazo-oráculo en reemplazo de los cerros-runas-apus, el jugador de esta empresa rotatoria, ahora circunnavegador de madrileñas tascas y perfidias, extrae de su talega lugares y fórmulas prescritos, situaciones y reveses objetados, compañeros y comparsas desahuciados, pues está claro que el navío, en su inmovilidad naumáquica, gira y se transforma, merodea y nos trastorna. Y él, como un sonámbulo conocedor de los mares y de los manes, ve. Persigue y hecha mano: con mano y/o manos señaladoras, manos que a fin de cuentas son él –o su concordancia peleada- pero que se engañan con su sombra de enajenaciones y grises fortuitos. Manos tercas, en buena cuenta, que lo ponen sin esfuerzo en una caja de luz. Precisamente para mirar. Luz o hipogeo trashumante. Caja de luz que muerde el azogue y la mugre de la ciudad, y se abre al mundo como un ojo descosido no plañidero. El cuerpo -¿todo cuerpo liberado de sus manos sigue siendo un cuerpo?- recomienza entonces su didáctica del disturbio, pero dicha incomodidad no perturba al encaj(on)ado. La luz recibe del azogue su arrogancia, en tanto que él, mediatizado por los lindes novedosos, se adiestra en la fisonomía del encierro. Y el encierro son nomenclaturas, palabras que encienden el habitáculo lúcido con formas que son también el mundo encajonado. Primero distiende su cabeza feroz de entre las murallas. Más tarde secciona la calle y sus dificultades. Como no podía ser de otra forma, se granjea otros espacios. Obsesionado, se alza movedizo, lúdico, epicéntrico. Su cabeza es el antecedente del sobresalto citadino, del oprobio de los márgenes. Juegos malabares de suntuosos materiales, pues la ciudad, muestrario de revelaciones, en su desnudez inveteradamente grotesca, está cada vez más quieta, giradoramente quieta. Entonces su viaje o vaivén es menester que comporte un ascenso espiritual hacia la sabiduría; una propensión cinética, pues al igual que los electrones y los protones que forman el átomo, el ser humano también gira naturalmente: sus átomos corporales giran, la sangre circulante en su cuerpo gira; todos vienen a la tierra y vuelven a ella, y, lógicamente, giran en y con el mundo. Pero es la inteligencia la que lo hace diferente y superior a los demás seres vivos. Entonces nuestro poeta, hacedor de resignificaciones y conocedor de los fundamentos del sema y los movimientos del universo, echa a girar su rito inspirador. Desde su hipogeo sin luz y sin fortuna, nido de quelonios invidentes, Quiroz hace las veces de derviche aullador. Inspirado por Mevlana Yalal al-din Rumi e influido por la cultura y las costumbres turcas, nuestro poeta-trasgo participa de manera intencional y consciente de la revolución compartida de los demás seres. Cual semazen atestiguador de la existencia y la majestad del Creador, Rubén y su poética quiropráctica –todo cuello, toda rótula, todo codo y, en fin, toda articulación, acude, pronta muesca, a un espíritu sacudidor- giran en armonía con todas las cosas de la naturaleza (con las pequeñas, como las células, y las portentosas, como pueden serlo (o verlo) las estrellas.
El observador estelar/telúrico de esta nueva Rotación (antes verde como córtex de un lagarto mediterráneo y veraniego, hoy membríllica y hialóidea), emparentado todavía más con Galileo en la medida en que este último dejó inconclusa su Teoría del Movimiento para que nuestro poeta la finiquitase vía sus Planetas, reconoce en la ceremonia del sema el viaje espiritual del ser humano, vale decir, una distinguida ascensión por medio de la inteligencia y el amor a la perfección. Durante los siete siglos que este ritual ha permanecido entre nosotros, hemos asistido (reconoce él) –acerbo de lectores vibrátiles, muy pocas veces rotatorios- a la unificación de los tres componentes fundamentales de la naturaleza humana: la mente (en el conocimiento y el pensamiento), el corazón (por medio de la expresión de sentimientos, de la música y la poesía), y el cuerpo (mediante el acto de girar, al activar la vida). Y girando hacia la verdad es como (se) ha pretendido y debe pretenderse trascender el ego, hallar la Verdad y llegar a la Perfección, porque solo una vez que (se) regresa del viaje espiritual, el semazen, que ha alcanzado de ese modo la madurez y la completud, está en condiciones de amar, servir a la creación y a todas las criaturas sin ningún tipo de distinción.
En alguna ocasión, quienes conocemos a Quiroz en buena parte de sus facetas endógenas, lo hemos visto salirse de los fueros de su condición de espíritu travieso o de niño vivo y enredador para, serenada su voluntad ígnea y turbadora de toda suerte de ideología motosa, ceñirse el sombrero de piel de camello o sikke, que representa la lápida del ego, además del tennure, la falda blanca y amplia que representa a su vez el sudario de ese mismo ego. Antes de quitarse el manto negro para renacer espiritualmente a la verdad, lo hemos visto, en orden correlativo y sofisticado de imágenes, mantener los brazos cruzados y semejarse así al número uno, para luego, tras un sol en tiempo e incendio, girar con los brazos abiertos: el derecho dirigido al cielo para recibir la beneficencia del Creador, y su mano izquierda, en la que reposa su mirada, orientada hacia la tierra. Y siempre, tanto ahí como en otras auspiciosas ocasiones, lo hemos visto reincidir en el movimiento último y supremo que supone girar de derecha a izquierda en torno al corazón, que es cuando el semazen Quiroz y todos quienes están en su camino se permiten abrazarse y abrazar amorosamente a la humanidad.
*Texto leído en la presentación de Rotación el 8 de marzo en la librería Comentarios del Centro de Lima.
En la foto: Percy Encinas, Gonzalo Portals y Rubén Quiroz.
*Texto leído en la presentación de Rotación el 8 de marzo en la librería Comentarios del Centro de Lima.
En la foto: Percy Encinas, Gonzalo Portals y Rubén Quiroz.