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miércoles, mayo 02, 2007

La casa de Watanabe (1946-2007)

Por Miguel Ángel Zapata

José Watanabe acaba de morir en Lima. La noticia me la dieron llegando al Centro Cultural Mapocho de Santiago de Chile hace pocos días. Qué puede uno pensar cuando le cuentan que un gran poeta ha muerto, que su casa se ha cerrado pero para abrir sus puertas en otro espacio, y que sus ventanas y cerraduras seguirán buscando por el aire su permanencia. Como no pensar que su "escalera va del patio a la azotea y en el tercer peldaño/el sol relumbra, /el solcito de los condenados relumbra siempre y debidamente". ¿Cómo olvidar estos versos? Imposible olvidar la lumbre de este sol. Tampoco pensé escribir nada sobre su viaje ni de su casa imaginaria, ni de su iguana y su limonero. Pero a esta hora de la madrugada cuando todo casi es silencio uno rememora algunas sonrisas, conversaciones y gratos encuentros en Lima y en Nueva York. De su poesía siempre me atrajo esa compleja transparencia, tan difícil de lograr hoy en día cuando abundan tantos versos que no tienen sentido o no quieren tener sentido. Con tanta poesía que le huye al sinsentido pensando que así se logra la profundidad, la dureza del diamante, el fraseo sin vida. Por eso Watanabe va a quedar, su casa seguirá abierta, y su desierto será en poco tiempo el nuestro, y nos seguiremos identificando con sus lagunas y su cielo.
Así esta noche recordé los gratos momentos que pasamos aquí en la Universidad de Hofstra en Long Island, Nueva York, en noviembre de 2003, con él y Micaela. Fue aquella vez que lo invitamos a leer sus poemas (en castellano, ingles y japonés) y a dar una conferencia sobre el haiku y su presencia en la poesía hispanoamericana. Ahí pudo distinguir entre el verdadero hacedor de haikúes y los bufones que piensan que hacen haikus, pero se quedan sólo en kus, como muchos que creen escribir sonetos pero se quedan en sones. La poesía de Watanabe quedará como quedará la poesía del mexicano Francisco Cervantes, porque estos poetas caminaron su desierto callados, mirando el cielo que les escribía, sintiendo la sombra de sus propios árboles. Nunca dijeron que habían descubierto el silabeo perfecto, ni tampoco su jactancia era tan descontrolada como algunos poetas que piensan que el parnaso es su alfombra favorita, y además, que ya vuelan sobre ella.
Watanabe permanece porque su poesía se ubica dentro de una visualización de materias móviles, y determina la belleza del bosque umbrío, la metáfora descubriendo a sus lectores el espacio afectivo de la interiorización de las cosas. Hay una propuesta de Gastón Bachelard que se cumple en la poética de Watanabe: se trata de un intercambio de intimidad- de materia- del sujeto y del objeto. Así, la arcilla, la arena, el arenal del desierto de Olmos es la materia fundadora del ser, y el bosque, dentro de su tenacidad misma, es el punto en que borra la oposición de la materia a la luz. Desde la serenidad del arenal, en el que irrumpe la metáfora de la lagartija, sus poemas muestran el reposo y el movimiento de objetos imantados ante la presencia inexorable del eterno retorno. El eterno retorno, hipótesis bosquejada por el pitagórico Eudemo, ofrece esta vez al poeta contemporáneo una renovación incesante, un perpetuo deslumbramiento. Los seres y los objetos vuelven a cobrar vida, resurgiendo en las imágenes-ventanas, desde donde también ingresa a la naturaleza una flor crecida, la primavera y el limonero. Estos elementos habitan en sus mejores libros: la mantis religiosa, el árbol y la aldea contemplada, el pino caído, el amor y la muerte vuelven con extraordinaria síntesis a poblar la poesía creando una unidad sorprendente. En la poesía de Watanabe hay muchas casas, espacios y olores: la hermana picando el perejil, un olor de comida y de viento fuerte que llega a conmovernos como pocos poetas de hoy. El poema puede surgir en la sala o en el jardín, en el interior o el exterior, siempre desde el límite de Jano, desde el umbral donde coinciden lo familiar y lo desconocido. Ahí se siente el intercambio de la verdadera intimidad.
Ahora lo veo sonriendo con Micaela bajo las torres de las letras atravesando el puente que da al centro estudiantil despidiéndonos de la ironía del otoño, y oyéndolo repetir:

A veces pienso cabalgar nuevamente hasta esa posada para
colgar en su puerta estos versos:

En la cima del risco
retozan el cabrío y su cabra.
Abajo, el abismo.


Long Island, Nueva York, 1 de mayo, 2007

En la foto: José Watanabe.