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miércoles, setiembre 19, 2007

Hacia una nueva identidad poética de Dios

Por Róger Santiváñez*

Para nadie es un secreto que Isaac Goldemberg es uno de los escritores latinoamericanos más notables de la actualidad. En efecto, con una trayectoria que empezó en 1978 con la novela La vida a plazos de don Jacobo Lerner y se consolidó con las siguientes Tiempo al Tiempo (1984) y finalmente El nombre del padre (2001), nuestro autor se ha colocado como un narrador de fibra, atento al drama y la alegría de la condición humana -básicamente centrado en el ser, judío y peruano- (perdonen la tristeza) -como escribió César Vallejo. Pero -y justamente hablando del gran poeta de Trilce- aquí nos interesa llamar la atención sobre la poesía de Isaac Goldemberg. Permítaseme una memoria personal: Hacia el verano de 1982 -en Lima- una buena mañana abrí las páginas de mi lectura cotidiana El Diario de Marka y me encontré con unos poemas firmados por Goldemberg, de su libro -escrito al alimón con José Kozer- De Chepén a La Habana. Dichos textos me encantaron por su muy buen logrado fraseo coloquial. Fue una grata sopresa para mí, saber que el celebrado autor de La vida a plazos de don Jacobo Lerner era también poeta.

Creador de doce libros de poesía -entre los que mencionamos Hombre de paso (1981), La vida al contado (1992), Peruvian blues (2001) y Los Cementerios Reales (2004)- Goldemberg nos entrega ahora este Libro de las transformaciones que pasaremos a estudiar detenidamente. Esta obra gira en torno -fundamentalmente- a los temas de Dios, la identidad, la historia y la poesía.
Todo esto en un contexto que llamaremos galáctico o espacial, ya que la perspectiva -desde la cual se expresa el sujeto poético- tiene una dimensión astral o habla desde la posición de un afuera planetario. Esto es muy significativo, ya que el poeta busca superar las fronteras de la geografía política y explayarse en un ámbito plenamente humano y universal.
El primer poema, denominado "Pacto", es una buena introducción al tono que luego presidirá el libro. Aquí se trata de saber quién es Dios. ¿Qué clase de Dios es aquel que se esconde del hombre? ¿Cómo es posible la existencia de un Dios que sólo nos promete la muerte? Leamos los siguientes versos de Goldemberg:

Pero cuando El asomó Su único ojo,
tantos y tales fueron los males y las penas
que ellos renegaron de Su eterna presencia.
Entonces Dios volvió a reiterarle al humano
la promesa de la tierra en la fosa.

En realidad, el poema nos habla de la enorme fractura existente entre Dios y la humanidad. Hay un cuestionamiento implícito de Dios, o por lo menos de la idea tradicional de Dios, tal como la entendemos en los marcos de nuestra herencia cultural judeo-cristiana. Sin embargo, no es sólo que Dios nos habría abandonado, sino que la especie humana no está –jamás ha estado- a la altura de los designios divinos. Pero tampoco se llega al vallejiano "El hombre si te sufre, el Dios es él". Simplemente comprendemos que nuestro destino -así fijado por Dios- es la finitud y la muerte. Queda latente una especie de protesta contra un Dios que -a juzgar por el poema- no nos garantiza ninguna prolongación de la vida en el más allá. Este dominio de la muerte es el que impera en el siguiente poema, "Umbilicus mundi". Es como si actualmente viviéramos un tiempo terrible y oscuro:

Hombres y mujeres carecían de la voluntad de soñar
y gemían en el espacio privado.
No había nadie que hiciera la paz
y devolviera los reinos.


La razón de esta penosa situación nos la ofrece el próximo poema en el que queda clara la violenta separación entre Dios y los humanos. En verdad el texto empieza hablando de un ser, que podría ser Dios, pero también el propio hombre, plenamente identificado luego, al final. La hábil polisemia de Goldemberg nos permite así interpretarlo. Aquí su piedad poética se luce por todo lo alto:

Y es que en él todo era confusión, desgarro, imposibilidad de ser.
Lo vimos pretendiendo encontrar el centro absoluto,
sin poder llegar a ser otra cosa que una nada rodeada de todo.
Lo vimos pretendiendo arrancarse los párpados
Abriéndolos y cerrándolos en el drama de la desaparición.


La clave significativa es dicha imposibilidad de ser y de estar -agregaríamos nosotros- a la luz de "Diáspora", poema cuyo trasfondo es la característica errancia judaica -el anhelo de afincarse en cierto punto (en alguna tierra prometida diríamos) - en homenaje a la memoria del padre y a su casa, como lo ilustran estos versos:

Más tarde, mucho tiempo más tarde, mudó su casa.
Pónganla aquí -dijo- donde estuvo la casa.


La ironía campea en buena parte del poemario y es una de las mejores armas del talento goldembergiano. Por ejemplo, el texto "Lección de filosofía" es una desmitificación implacable del manejo que se ha hecho de la filosofía -en tanto supuesta actividad de grave pensar- cuando en realidad -muchas veces- no ha sido sino una excusa para trivialidades:

Entonces la filosofía se sentó en una butaca
y se dedicó a ver películas de cowboys
mientras comía popcorn y los indios caían como moscas.


Es interesante también la personificación de objetos inanimados -en este caso la filosofía- que practica el poeta, dotando a su escritura de un evidente componente crítico. Ya desde los tiempos de T. S. Eliot, sabemos que la poesía contemporánea es un arte altamente crítico; es indudable que Goldemberg profesa dicha creencia. Esto se performa -nítido- en "Oración fúnebre", excelente poema construído en base a un diálogo entre el hablante y la momia del Señor de Sipán cuyo tema central es la identidad. En medio de la conversación aparece el abuelo del poeta, "huaquero viejo que viene / de sacar huacos del mundo de abajo, del mundo de arriba" y le dice: "madre de arena, Che-pén", aludiendo a la localidad natal de Goldemberg en la costa norte del Perú -antiguos señoríos de Sipán- mientras el poema continúa:

Doy vueltas y vueltas en el vientre materno
Che-pén, Che-pén, susurra el desierto.
El desierto es mi exilio y mi casa.


Aquí está la clave de la búsqueda de identidad en nuestro poeta. La voz ancestral -Sipán, su abuelo huaquero- lo devuelven a la placenta materna, pero allí -a su vez- la voz escuchada se transforma en un rumor de las dunas y el viento; en ese desierto se siente hoy el hablante. El desolado vacío del arenal es el símil de su exilio actual en Nueva York y -simultáneamente- de su poética: "Está escrito que el desierto es texto, tejido de arena /.../ El desierto es texto y paisaje". Pero también la imagen de su redención: "Es laberinto y lugar de purificación: la escritura". Y para probarlo, cito este terceto de impecable factura, visión de las aguas inmóviles del río Hudson entre las dubitaciones de la identidad:

Ahora que no se sabe si el sol despunta o se oculta,
el río adquiere la unidad de lo visible y lo invisible,
lo real y lo mágico, los ritmos de la reciprocidad.


Finalmente el hablante nos informa: "y para serme fiel me pongo tu máscara". Es decir, decide ser el ancestro de Sipán, pero -fijémonos bien- se trata de una máscara, o sea, la identidad verdadera permanecerá oculta de todos modos.

Luego vienen poemas sobre tópicos judíos. Más precisamente se trata de estereotipos como el de la ambición desmedida por la propiedad o sacarle el jugo al negocio- tratados con punzante ironía y lograda parodia. Así tenemos el texto "Vida nueva", que funciona como un aviso turístico -y el viaje es el de la muerte- ofreciendo singulares gangas para un mejor disfrute. El verso final reza: "Se ofrecerán también servicios de mantenimento y jardinería".
Acre burla del tono de los avisos publicitarios de este tipo, hábil desmitificación de los tics comerciales, expuestos en su desnuda y cruel condición de absurdo, desde la insoslayable perspectiva de la muerte. Pero así como puede ser sinceramente autocrítico en los asuntos judíos, Goldemberg es orgulloso de la historia de su raza y de su lucha por mantenerse frente a todos los obstáculos de su devenir. Leamos el breve "Ley del retorno":

Fue propuesta la creación
de una ruta de la lengua
para recuperar el camino
que recorrieron los expulsados.


Lo bacán es no sólo la defensa del idioma en tanto estandarte cultural, sino que el planteamiento es válido -universalmente- para cualquier pueblo o civilización perseguida u hostigada sobre la faz de la tierra.

Ahora, en su lucha por una identidad, el poeta no escatima verdades, y así encontramos el poema "Testamento". Si acepta su judaísmo religioso, no es menos cierta su inclinación hacia el cristianismo. En este texto Goldemberg cita al Corazón de Jesús, emblema del amor de Cristo y es capaz de llegar a esta extrema demostración de solidaridad y noble sentimiento por el prójimo:

Todavía no estoy muerto, pero quisiera reposar
en el hueco más hondo
con todos los que nada tienen que ver conmigo.
Comprobar si de verdad se puede amar al desconocido.


En este clima, se plantea una unidad o fusión entre Dios y la poesía: "Y todo parto poético es el big bang / entre todo espacio y todo Dios / Entre toda nada y Su más íntima condición", ya que al final "a quien vivió le será reclamada / la armonía infinita". Sin embargo, hay una fuerte presencia de la muerte. Quizá dicha armonía es una hermosa forma de la muerte. Por eso hallamos versos que la verifican de una manera tan rotunda: "El polvo no necesita más espacio que el que le damos, / Y la carne desaparecida tampoco". Una digna y tranquila comprobación.

En relación al tema de la muerte y el tiempo, Goldemberg desarrolla un rasgo de su estilo que podríamos llamar berrueco mental, es decir, un claroscuro en la abstracción que parte de situaciones cotidianas súbitamente desfamiliarizadas:

Los humanos no viven todos de igual manera
su pertenencia al tiempo.
Entonces permanecer o no en esta mesa
es una opción como cualquier otra,
una situación inusitada en el plano del deber estar
con el prójimo.
Fue lo primero que pensé cuando me senté a la mesa
pero ésa no fue mi intención para nada.


Esta posición es a veces llevada hasta el absurdo o hasta el fin de la historia. Pero siempre -como el "personaje" de uno de sus poemas: "contenido, triste, irónico, capaz / de provocar en el observador una sonrisa inesperada".

Después de una "Lección de terror", en la cual leemos "Ejerció el poder a partir / del derecho que le proporcionaba la ideología" -fiel reflejo de lo que ocurre en nuestro mundo actual- y de otra "Lección de Kábala" (en la que se alude -al paso- a la pop-singer Madonna) nos acercamos a este vibrante apotegema: "-El Ser Supremo sólo puede reconocerse / en el espejo de la creación", pero un irónico sabor nos queda al final del poema, para culminar –siguiente texto- en una situación interplanetaria en la cual "infierno y paraíso pasan / a ocupar el mismo espacio" de modo que es "Mejor mudar a los humanos de planeta". Esta dramática afirmación se levanta como la protesta desde una perspectiva decididamente humanista, contra las condiciones -de toda índole- que han llevado a la especie a convertir en inhabitable el planeta. Si el ser humano no sabe quién es, si está en permanente conflicto consigo mismo y con Dios -o su idea de Dios- cercado por la muerte a cada instante; su único camino es el de la belleza y el de la poesía. El fino arte de la palabra. He allí el empeño en el que Isaac Goldemberg está comprometido desde el instante en que escribió su primera línea. Judío y/o cristiano, en su amalgama y artesanía poética nos demuestra que escribir versos –en su caso- es el sumo intento por mejorar la vida a través del lenguaje. Y ése es -por supuesto- el más nítido homenaje a Dios.

Filadelfia, 16 de agosto de 2007


* Este texto, junto con otro del poeta uruguayo Eduardo Espina, ha sido incluido como prólogo del Libro de las transformaciones.