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domingo, setiembre 14, 2008

Zaragoza, Asunción, Lima


Por Montserrat Álvarez

Zaragoza era el joven paraíso del destape y la movida que en la larga noche de juerga de los 80 vendía placer y libertad, y sobre todo a quien llevase pesetas para pagarlos y aún no tuviese deberes que cumplir con ellas: al sujeto con propinas en el bolsillo de sus tejanos y predisposición a usarlas en divertirse: al adolescente —yo—, que, al mismo tiempo, si menor de edad —yo—, veía cerrado el acceso a goces prohibidos y, por ello, más apetecibles. Fuimos así los blancos paradójicos de tantas ofertas como prohibiciones. Habiendo modos (siempre los habrá) de burlar estas últimas, el conflicto entre el resto de pudor que desde la ley normaba el lucro y el pujante imperio irrestricto de lo mercantil nos mantuvo a muchos en los bordes de la licitud, aunque más bien librados a nuestros apetitos ante lo caduco de los valores y las tradiciones familiares, y a veces en franca amistad con el delito. El delito, que aún poseía, por iluso que suene, un poco de la primitiva, poderosa fatalidad o abismo que para padres y abuelos, en esa su otra España "de charango y pandereta, de ramo y sacristía, devota de Frascuelo y de María", que de golpe se había quedado muy atrás, fuera la "perdición", de eso aún vagamente siniestro e infamante que los tíos pueblerinos todavía osaban llamar en plena urbe, sin sonrojo, el pecado.

Asunción fue el destierro de una incipiente libertad y el corte abrupto de lo que parecía entonces un futuro no necesariamente feliz, pero sí quizá propio. Y, sin embargo, un día Asunción cobró vida y siguió viva durante una caminata que duró 7 años. Sobre el asfalto o el adoquinado, sobre las piedras o el barro, a lo largo de las calles del centro, de Lambaré, de Sajonia, de Barrio Jara, sonaban fuertes las rápidas zancadas de nuestras 4 piernas mientras mi compañero de ruta decía bajo el sol: Ése es el hornerito; es arquitecto. Su casa, de paja y de barro, se parece al tatakuá. Ése otro, el pitogüé, anuncia prole con su griterío, y el más pequeño y pardo y que canta tan bien es el sanfrancisco’í. O decía: En los 80 aquí estaba el punto para el joint y la merca; éste era el chupadero del gordo Brítez, torturador bajo Stroessner. Si le gustaba tu chica, te hacía meter en cana para violarla all night long. O decía: No hace muchos años aquí hubo un bosque; bajo estos edificios inconclusos corre un río. Los mita’í veníamos de caza y a pescar. Y mientras duró esa caminata de 7 años, cuanto dijo animó la inerte Asunción insuflándole un aliento difícil, violento, extraño, bello también, a su áspero modo.
Tras partir, pensé por mucho tiempo que Lima era el mar, pues si la nombran pienso en el mar. No sólo como visión o imagen, sino como voz o rugido, ya sutil, ya potente, siempre vasto y profundo, y como olor feroz e indefinible, que emborracha, y también como intensa sensación de marea u oleaje en todo el cuerpo al hundirse en las aguas. Concentrándome, sé convocar todo esto, que, especialmente en sueños, habla en mi caso a los sentidos con la perturbadora realidad de la materia física.
Otras veces no vuelve a mí el mar como experiencia de inmersión ni sensación directa, sino bajo la forma discreta y constante en la que presentí su ubicuidad latente mientras viví en Lima: su inequívoca impronta en la niebla, la bruma o la garúa, en la cualidad de la atmósfera, en cierta clase excitante de frío, en el dibujo borroso del contorno de los astros y las luces de la calle, en lo insidioso y suave, o fuerte y desatado, del viento, en la humedad cuando traspasa la ropa y toca la piel, nunca indiferente al tacto oceánico; en suma, en su misterio tácito o en el milagro o el regalo de su desconcierto cotidiano.
Mientras viví en Lima me gustó sucumbir a la urgencia de desviarme de la ruta prevista y llegar de modo irresponsable a cualquier desierto malecón. De pie, a solas, erguirme entonces, sin otro cuidado ya, en el viento del mar, que exalta, arrebata y droga. Me gustó que el mar me reclamara y poder, yendo a él, olvidar cualquier otro destino para correr. Me gustó tener a mano siempre esa deliciosa taquicardia de la tonificante soledad del mar. Si al mencionar alguien Lima pienso en el mar de inmediato es, supongo, porque siempre deseo, y con deseo imperioso siempre, desviarme de la ruta y sucumbir a esa urgencia. Pero sólo tuvo clara forma y pretexto, o evidente metáfora en la práctica diaria, mientras pude llegar tan fácilmente al mar, es decir, mientras viví en Lima.
Aunque Lima sea también un barrio triste con una bodega pobre, limpia y dulce en cuyo mostrador una pizarra dice con tiza Queso fresco o Leche evaporada a tantos soles y serios reposan grandes frascos de vidrio con aceitunas negras, una peculiar inanidad del vaho del café pasado gota a gota a las tempranas horas en las que se despierta al desamparo sus días grises, unos fantasmas a veces terroríficos y otras, más peligroso, bienvenidos, un patear latas por el rioba, unos quioscos que llenan la vereda con ruidosa chicha y olor a fritura, las pálidas mayólicas de un desolado baño, las luces en los cerros que tercamente y sin esperanza trepan miles de casas de encendidas ventanas, el parque al que la empleada lleva a los niños de la patrona al terminar las tareas del colegio y donde los domingos besa a su enamorado y, finalmente, por lo que para mí ya no está en Lima ni estará nunca más en ningún lado, la ciudad a la que regresar es imposible, o en la sólo quedan recuerdos del futuro.

En la foto: Asunción.