Más de Como los verdaderos héroes
Incluyo a continuación un fragmento de Como los verdaderos héroes, novela de Percy Galindo ganadora de la I Bienal de Novela "Premio Copé Internacional 2007" y que será presentada el día de hoy a las 6:00 pm por Antonio González Montes y Miguel Ángel Huamán en el auditorio de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la UNMSM. El fragmento pertenece al capítulo cinco de la primera parte de la obra.
La idea de abrir el correo electrónico de Adelguisa me la había propuesto hace unos días Carlitos. Y aunque en ese momento me pareció descabellada, y hasta le puse una cara de aire ofendido, como si se tratara de una bajeza que no estuviera a la altura de mi catadura moral, anoche estuve dando vueltas a la posibilidad y hoy la intenté desde que salí de la radio, sin rubor alguno, y, acaso, por un momento, con la firme esperanza de tener éxito. ¿Qué esperaba encontrar? Aún ahora que camino por Agustín Gamarra, angustiado por la necesidad de un cigarrillo en los labios, saliendo del mercado, después de un tardío remedo de almuerzo cuando ya es casi de noche, no lo sé exactamente.
Mi afiebrado razonamiento había sido elemental. Toda cuenta de correo electrónico tiene una clave de acceso. Toda cuenta de Hotmail considera, además, la posibilidad de su involuntario olvido, en cuyo caso propone una segunda alternativa de acceso a través de un recordatorio, una pregunta secreta diseñada según las características e intereses del propio cliente. Si se conocen algunos de sus datos biográficos, si se puede intuir su modo de pensar, sus hábitos, sus gustos, su "psicología", existe la posibilidad (remota, pero posibilidad, al fin y al cabo) de que un tercero pueda dar con la respuesta correcta y disponer de la libertad de crear una nueva clave que le permita el franco acceso a todos los servicios de la cuenta.
El inicio fue sencillo. Los datos habituales solicitados por el servidor de Hotmail al cliente que ha olvidado su clave, me eran conocidos: dirección del correo electrónico (guisamercurio@hotmail.com), lugar de origen (Huancavelica), fecha de nacimiento (01.09.64), escritura del código aparecido en la misma ventana. Como era mi primera entrada, de reconocimiento, no tenía mayores pretensiones. Había calculado que una vez enfrentado a la pregunta secreta lo más probable era que desconociera la respuesta, y que ese primer vistazo me serviría más que nada como punto de inicio para averiguarla después consultando a todo quien pudiera interrogar al respecto.
Pero enseguida apareció el gran bache, la pregunta inusual —lejana de los acostumbrados recordatorios sobre el nombre de la mejor amiga, el colegio donde se estudió la secundaria, la comida favorita, la película predilecta—, una pregunta más bien simple, pero provocadora a la vez, urdida por una inteligencia que imaginé traviesa, juguetona: "¿Quién eres?".
Desde un inicio calculé que la pregunta planteaba de arranque dos posibilidades: una, estar dirigida a sí misma, en cuyo caso debería tratarse de algún nombre o apelativo relacionado con la propia Adelguisa; o dos, ser una advertencia que increpa directamente la osadía de un presupuesto husmeador (como yo) en su pretensión por abrir un correo ajeno.
Decidí no descartar ninguna de las opciones, aún las más obvias, y escribí alternadamente palabras aparentes que resultaran nombres o variantes de nombres de ella misma: Adelguisa, MaríaAdelguisa, Maríadelguisa, AdelguisaÑahui, Guisa, GuisaÑahui, Guisita. Ningún éxito. Enseguida opté por la relación con un nombre familiar muy cercano, su hija: Milagritos, Milagros, Mili, MilagritosÑahui, MiliÑ, con todas sus variantes racionalmente posibles; probé también con el esposo: Antonio, ToñoOrdóñez, etcétera. Ningún éxito. Luego, recordando la fijación de Adelguisa por su pueblo, ensayé respuestas que clasifiqué de índole telúrica: Huancavelica, Villa Rica, tierra del mercurio, ciudad toledana, cinabrio, azogue, mercurio, bermellón. Ninguna respuesta. Probé gentilicios, aún disparatados: huancavelicana, toledana, villarricense, mercuriana, azoguina. Nada. A esas alturas, para rechazar por seguridad la excesiva repetición de tantos datos falsos, errores, la ventana se había cerrado automáticamente siete veces. Al octavo intento decidí jugar con la irónica posibilidad de una simple respuesta conversacional lógica: ¿Quién eres? Yo. Pero tampoco tuve ningún éxito. Recordé que el servidor exigía para la respuesta un mínimo de seis letras. Añadí algunas variantes: ¿Quién eres?, intruso, mirón, chismoso, hurgador; insistí anteponiendo un artículo: un intruso, un mirón, etcétera. Finalmente, al cabo de cuatro horas, comprendí que desde un inicio esta había sido una tarea absurda, inútil. Navegaba a ciegas, daba tumbos en la más cerrada oscuridad, carecía del conocimiento necesario para siquiera atisbar una respuesta acorde con la personalidad de Adelguisa. Y esto es, me dije, si su respuesta clave había sido lógica o tenía la estructura natural de una palabra conocida, sin ser un calambur o un anagrama, lo que haría prácticamente imposible dar con ella para abrir su correo sin los conocimientos elementales de un hacker. Un hacker. Por un momento pensé en un ex compañero de trabajo diestro en el arte de violar correos electrónicos. Me debía algunos favores y calculé que si se lo solicitaba podría hacerlo como un juego de niños, solo por el reto del divertimento. Pero luego decidí que este juego había llegado a un límite extremo y desistí de mi afiebrada ocurrencia. Cerré la sesión, cansado. Me pregunté: ¿Quién soy? No obtuve ninguna respuesta, ni para definirme a mí mismo. Salí a la calle. Quise cambiar de entretención en la búsqueda de alimento. Almorcé en el mercado.
Ahora, mientras camino por Agustín Gamarra y busco con la mirada alguna tienda abierta, se me ocurre una respuesta en la que antes no había pensado, una posibilidad en realidad bastante conocida por las lecturas de textos escolares (de donde quizás Adelguisa podría haberla copiado, pienso), el pasaje de Odisea en el que Ulises tima al cíclope Polifemo: ¿Quién eres? Nadie. Por un momento estoy casi seguro de que esta es por fin la respuesta correcta; busco mentalmente cuál es el servicio de cabinas de Internet más cercano para verificar mi idea. Pero enseguida caigo en la cuenta de que "nadie" solo tiene cinco letras, y concluyo que mi suposición no es posible. Necesito aspirar algo de humo.
El cielo va terminando de oscurecerse, los postes muestran luces como lánguidas velas aéreas. Me detengo frente a una pequeña bodega y, por fin, compro un cigarrillo. Solo uno. He optado por la decisión de ya no cargar más cajetillas enteras en el bolsillo para ver si así puedo dosificar mejor mi ya sobredimensionado consumo de cigarrillos. Es decir, durante el día, en la calle. Constantes toses, arcadas y una creciente sensación de nausea me han llevado tomar esta determinación a mi instinto de supervivencia. Aunque de ninguna manera, lo sé, me va a resultar posible extenderla a las noches. Allí son imprescindibles. Ese es su verdadero reino.
Camino unas cuadras con paso distraído, disfruto de las primeras pitadas; luego una arcada, luego otra. Las conjuro. Evado la sensación de nausea en el intento por imaginar una posible respuesta a la pregunta que me ha tenido por horas enfrascado frente a la pantalla de una computadora que no es la mía: ¿Quién eres? Hago un repaso mental de mi frustrado intento.
Al subir por el pasaje Leguía, rumbo al parque, tropiezo casualmente con Catty con C. Le pregunto qué hace a esta hora fuera de la radio, si supuestamente su turno no había aún concluido. Ella sonríe nerviosa y dice que tiene un problema urgente en su casa, que la disculpe, que tiene que ir corriendo. Le digo que, si quiere, puedo acompañarla, que cuente conmigo, si en algo puedo ayudarla. Ella rechaza mi ofrecimiento. Pero insisto, le digo que si es urgente el motivo debería tomar un taxi en lugar de ir caminando. Ante su duda comprendo que es por falta de dinero. Le ofrezco tomar uno. Ella ensaya una nueva negativa, pero coteja mi ofrecimiento con la posibilidad de la prisa y finalmente accede.
Nos dirigimos a San Cristóbal. En el trayecto hablamos poco. Pero lo suficiente para enterarme de que, mientras pasaban el programa vespertino de rancheras en la radio, había recibido una preocupante llamada telefónica de su hermanito. No pudo entender muy bien lo que le dijo porque había problemas de interferencia en la línea ni pudo devolver la llamada, pues había sido hecha desde un teléfono público, de modo que solo alcanzó a saber que se trataba de su madre, que se había puesto mal, enferma o algo parecido, y que tenía que ir urgentemente a su casa. Mi hermanito solo tiene ocho años, dice, vivimos los tres solos y no tenemos teléfono en la casa. Le pregunto si su madre sufría frecuentemente de alguna dolencia o enfermedad crónica que pudiera haber hecho crisis, asma, vesícula, pancreatitis, o algo como eso. Catty con C se hace la desentendida, calla, mira a los costados, parece arrepentida por haber aceptado mi compañía. Algo así, dice, sí, es decir, algo como eso.
Llegamos. Al bajar, ella se despide haciendo un gesto de adiós con la mano. Pero le sugiero que mejor sería esperarla un momento con el taxi listo, no fuera a ser que se tratara de una emergencia seria y que necesitaran un transporte de inmediato. La precaución le vuelve a sonar lógica y accede. La veo bajar y tocar la misma puerta de metal tras la cual la vi desaparecer aquella noche del festidanza universitario. Las hojas de calamina se abren y veo surgir detrás de ellas a un pequeño niño vestido con un uniforme escolar plomo. Tiene los ojos rojos, llorosos, y carga una olla de metal en las manos. Detrás de él la figura de una mujer aindiada, enjuta, de pollera y trenzas desgreñadas, con señas evidentes de una ebriedad incontrolable, lanza improperios mezclados entre castellano y quechua. La puerta se cierra, fuertes gritos vuelven a oírse hasta la calle, un sonido de metal estrellándose en el suelo. El conductor menea la cabeza y medio sonriente hace un comentario de tono burlón que no entiendo. Un silencio hosco es todo lo que obtiene por respuesta. Espero unos minutos. Al cabo, la puerta se entreabre. Catty con C saca la cabeza, me dice que todo está bien, que no me preocupe, y vuelve a hacer adiós con la mano. El hoyuelo de su mejilla derecha luce enrojecido con una aureola de vergüenza. Lo veo (o imagino verlo más bien, la tarde ya es oscura). Lamento haber tenido que presenciar este incidente. Lo lamento por Catty con C. Ordeno al chofer que se dirija a la tienda más cercana. "Una que tenga una mesa, para descansar y tomar una gaseosa", le digo. ¿Quién eres?
En la foto: Alonso Cueto, Edgardo Rivera Martínez, Antonio González Montes, Ricardo González Vigil y Eduardo Hopkins, jurado de la I Bienal de Novela COPÉ.
La idea de abrir el correo electrónico de Adelguisa me la había propuesto hace unos días Carlitos. Y aunque en ese momento me pareció descabellada, y hasta le puse una cara de aire ofendido, como si se tratara de una bajeza que no estuviera a la altura de mi catadura moral, anoche estuve dando vueltas a la posibilidad y hoy la intenté desde que salí de la radio, sin rubor alguno, y, acaso, por un momento, con la firme esperanza de tener éxito. ¿Qué esperaba encontrar? Aún ahora que camino por Agustín Gamarra, angustiado por la necesidad de un cigarrillo en los labios, saliendo del mercado, después de un tardío remedo de almuerzo cuando ya es casi de noche, no lo sé exactamente.
Mi afiebrado razonamiento había sido elemental. Toda cuenta de correo electrónico tiene una clave de acceso. Toda cuenta de Hotmail considera, además, la posibilidad de su involuntario olvido, en cuyo caso propone una segunda alternativa de acceso a través de un recordatorio, una pregunta secreta diseñada según las características e intereses del propio cliente. Si se conocen algunos de sus datos biográficos, si se puede intuir su modo de pensar, sus hábitos, sus gustos, su "psicología", existe la posibilidad (remota, pero posibilidad, al fin y al cabo) de que un tercero pueda dar con la respuesta correcta y disponer de la libertad de crear una nueva clave que le permita el franco acceso a todos los servicios de la cuenta.
El inicio fue sencillo. Los datos habituales solicitados por el servidor de Hotmail al cliente que ha olvidado su clave, me eran conocidos: dirección del correo electrónico (guisamercurio@hotmail.com), lugar de origen (Huancavelica), fecha de nacimiento (01.09.64), escritura del código aparecido en la misma ventana. Como era mi primera entrada, de reconocimiento, no tenía mayores pretensiones. Había calculado que una vez enfrentado a la pregunta secreta lo más probable era que desconociera la respuesta, y que ese primer vistazo me serviría más que nada como punto de inicio para averiguarla después consultando a todo quien pudiera interrogar al respecto.
Pero enseguida apareció el gran bache, la pregunta inusual —lejana de los acostumbrados recordatorios sobre el nombre de la mejor amiga, el colegio donde se estudió la secundaria, la comida favorita, la película predilecta—, una pregunta más bien simple, pero provocadora a la vez, urdida por una inteligencia que imaginé traviesa, juguetona: "¿Quién eres?".
Desde un inicio calculé que la pregunta planteaba de arranque dos posibilidades: una, estar dirigida a sí misma, en cuyo caso debería tratarse de algún nombre o apelativo relacionado con la propia Adelguisa; o dos, ser una advertencia que increpa directamente la osadía de un presupuesto husmeador (como yo) en su pretensión por abrir un correo ajeno.
Decidí no descartar ninguna de las opciones, aún las más obvias, y escribí alternadamente palabras aparentes que resultaran nombres o variantes de nombres de ella misma: Adelguisa, MaríaAdelguisa, Maríadelguisa, AdelguisaÑahui, Guisa, GuisaÑahui, Guisita. Ningún éxito. Enseguida opté por la relación con un nombre familiar muy cercano, su hija: Milagritos, Milagros, Mili, MilagritosÑahui, MiliÑ, con todas sus variantes racionalmente posibles; probé también con el esposo: Antonio, ToñoOrdóñez, etcétera. Ningún éxito. Luego, recordando la fijación de Adelguisa por su pueblo, ensayé respuestas que clasifiqué de índole telúrica: Huancavelica, Villa Rica, tierra del mercurio, ciudad toledana, cinabrio, azogue, mercurio, bermellón. Ninguna respuesta. Probé gentilicios, aún disparatados: huancavelicana, toledana, villarricense, mercuriana, azoguina. Nada. A esas alturas, para rechazar por seguridad la excesiva repetición de tantos datos falsos, errores, la ventana se había cerrado automáticamente siete veces. Al octavo intento decidí jugar con la irónica posibilidad de una simple respuesta conversacional lógica: ¿Quién eres? Yo. Pero tampoco tuve ningún éxito. Recordé que el servidor exigía para la respuesta un mínimo de seis letras. Añadí algunas variantes: ¿Quién eres?, intruso, mirón, chismoso, hurgador; insistí anteponiendo un artículo: un intruso, un mirón, etcétera. Finalmente, al cabo de cuatro horas, comprendí que desde un inicio esta había sido una tarea absurda, inútil. Navegaba a ciegas, daba tumbos en la más cerrada oscuridad, carecía del conocimiento necesario para siquiera atisbar una respuesta acorde con la personalidad de Adelguisa. Y esto es, me dije, si su respuesta clave había sido lógica o tenía la estructura natural de una palabra conocida, sin ser un calambur o un anagrama, lo que haría prácticamente imposible dar con ella para abrir su correo sin los conocimientos elementales de un hacker. Un hacker. Por un momento pensé en un ex compañero de trabajo diestro en el arte de violar correos electrónicos. Me debía algunos favores y calculé que si se lo solicitaba podría hacerlo como un juego de niños, solo por el reto del divertimento. Pero luego decidí que este juego había llegado a un límite extremo y desistí de mi afiebrada ocurrencia. Cerré la sesión, cansado. Me pregunté: ¿Quién soy? No obtuve ninguna respuesta, ni para definirme a mí mismo. Salí a la calle. Quise cambiar de entretención en la búsqueda de alimento. Almorcé en el mercado.
Ahora, mientras camino por Agustín Gamarra y busco con la mirada alguna tienda abierta, se me ocurre una respuesta en la que antes no había pensado, una posibilidad en realidad bastante conocida por las lecturas de textos escolares (de donde quizás Adelguisa podría haberla copiado, pienso), el pasaje de Odisea en el que Ulises tima al cíclope Polifemo: ¿Quién eres? Nadie. Por un momento estoy casi seguro de que esta es por fin la respuesta correcta; busco mentalmente cuál es el servicio de cabinas de Internet más cercano para verificar mi idea. Pero enseguida caigo en la cuenta de que "nadie" solo tiene cinco letras, y concluyo que mi suposición no es posible. Necesito aspirar algo de humo.
El cielo va terminando de oscurecerse, los postes muestran luces como lánguidas velas aéreas. Me detengo frente a una pequeña bodega y, por fin, compro un cigarrillo. Solo uno. He optado por la decisión de ya no cargar más cajetillas enteras en el bolsillo para ver si así puedo dosificar mejor mi ya sobredimensionado consumo de cigarrillos. Es decir, durante el día, en la calle. Constantes toses, arcadas y una creciente sensación de nausea me han llevado tomar esta determinación a mi instinto de supervivencia. Aunque de ninguna manera, lo sé, me va a resultar posible extenderla a las noches. Allí son imprescindibles. Ese es su verdadero reino.
Camino unas cuadras con paso distraído, disfruto de las primeras pitadas; luego una arcada, luego otra. Las conjuro. Evado la sensación de nausea en el intento por imaginar una posible respuesta a la pregunta que me ha tenido por horas enfrascado frente a la pantalla de una computadora que no es la mía: ¿Quién eres? Hago un repaso mental de mi frustrado intento.
Al subir por el pasaje Leguía, rumbo al parque, tropiezo casualmente con Catty con C. Le pregunto qué hace a esta hora fuera de la radio, si supuestamente su turno no había aún concluido. Ella sonríe nerviosa y dice que tiene un problema urgente en su casa, que la disculpe, que tiene que ir corriendo. Le digo que, si quiere, puedo acompañarla, que cuente conmigo, si en algo puedo ayudarla. Ella rechaza mi ofrecimiento. Pero insisto, le digo que si es urgente el motivo debería tomar un taxi en lugar de ir caminando. Ante su duda comprendo que es por falta de dinero. Le ofrezco tomar uno. Ella ensaya una nueva negativa, pero coteja mi ofrecimiento con la posibilidad de la prisa y finalmente accede.
Nos dirigimos a San Cristóbal. En el trayecto hablamos poco. Pero lo suficiente para enterarme de que, mientras pasaban el programa vespertino de rancheras en la radio, había recibido una preocupante llamada telefónica de su hermanito. No pudo entender muy bien lo que le dijo porque había problemas de interferencia en la línea ni pudo devolver la llamada, pues había sido hecha desde un teléfono público, de modo que solo alcanzó a saber que se trataba de su madre, que se había puesto mal, enferma o algo parecido, y que tenía que ir urgentemente a su casa. Mi hermanito solo tiene ocho años, dice, vivimos los tres solos y no tenemos teléfono en la casa. Le pregunto si su madre sufría frecuentemente de alguna dolencia o enfermedad crónica que pudiera haber hecho crisis, asma, vesícula, pancreatitis, o algo como eso. Catty con C se hace la desentendida, calla, mira a los costados, parece arrepentida por haber aceptado mi compañía. Algo así, dice, sí, es decir, algo como eso.
Llegamos. Al bajar, ella se despide haciendo un gesto de adiós con la mano. Pero le sugiero que mejor sería esperarla un momento con el taxi listo, no fuera a ser que se tratara de una emergencia seria y que necesitaran un transporte de inmediato. La precaución le vuelve a sonar lógica y accede. La veo bajar y tocar la misma puerta de metal tras la cual la vi desaparecer aquella noche del festidanza universitario. Las hojas de calamina se abren y veo surgir detrás de ellas a un pequeño niño vestido con un uniforme escolar plomo. Tiene los ojos rojos, llorosos, y carga una olla de metal en las manos. Detrás de él la figura de una mujer aindiada, enjuta, de pollera y trenzas desgreñadas, con señas evidentes de una ebriedad incontrolable, lanza improperios mezclados entre castellano y quechua. La puerta se cierra, fuertes gritos vuelven a oírse hasta la calle, un sonido de metal estrellándose en el suelo. El conductor menea la cabeza y medio sonriente hace un comentario de tono burlón que no entiendo. Un silencio hosco es todo lo que obtiene por respuesta. Espero unos minutos. Al cabo, la puerta se entreabre. Catty con C saca la cabeza, me dice que todo está bien, que no me preocupe, y vuelve a hacer adiós con la mano. El hoyuelo de su mejilla derecha luce enrojecido con una aureola de vergüenza. Lo veo (o imagino verlo más bien, la tarde ya es oscura). Lamento haber tenido que presenciar este incidente. Lo lamento por Catty con C. Ordeno al chofer que se dirija a la tienda más cercana. "Una que tenga una mesa, para descansar y tomar una gaseosa", le digo. ¿Quién eres?
En la foto: Alonso Cueto, Edgardo Rivera Martínez, Antonio González Montes, Ricardo González Vigil y Eduardo Hopkins, jurado de la I Bienal de Novela COPÉ.
ÚLTIMO MINUTO: Ediciones Copé acaba de comunicar que la presentación de la novela "ha sido cancelada por motivos de fuerza mayor".