zonadenoticias

martes, diciembre 16, 2008

Un poema de Rafael Espinosa

Incluyo a continuación un poema de Aves de la ciudad y alrededores, el reciente poemario de Rafael Espinosa, el cual ha sido considerado (junto a Las palabras no pueden expresar lo que yo experimenté entonces de Oswaldo Chanove, Los desmoronamientos sinfónicos de Miguel Ildefonso, Nudo Borromeo y otros poemas de Rodolfo Hinostroza y Ocho cuartetas en contra del caballo de paso peruano de Mario Montalbetti) entre los mejores poemarios del 2008 por el diario El Comercio.

CANTILEVER

Por lo mismo que se repite, ese chorro
evade la simetría que lo explica. Deja
el descanso y la blandura para otros que lo oyen
de paso, por ejemplo el del gorro tejido
por artesanos soñadores. Y se van
pero como siguiendo el bien. Aunque no sé
exactamente si esto es lo que quiero decir.
El sonido, tomando el lugar de una herida,
dice que sí. Tal vez quise decir, antes
por esta parte pasaron probablemente burros
y caballos con los asuntos del día
sublimándose en los destellos de la hierba
agitada. Ahora no es un camino
desierto. Hay promesas en vinilo, autos
parlantes, hay en las bancas embellecidas
por una iluminación estudiada todavía
el calor de los pedidos confusos.
Mientras los muertos leves se estrellan
contra el granito italiano del lapso
postmoderno, sin resignarse a la falta
de dolor, hay por encima de todo
una estampida coreográfica hacia bordes
emotivos, como cuculíes y tórtolas
aterrorizadas por la sombra arcaica
del gavilán. Aterrorizadas en balde
porque ocurrió en otro sitio y otro tiempo,
no en este camino. Y siguen los tickets
rotos que podrían ser sentimientos
reencontrados: ¿es este el camino de la vida?
Da ganas de llorar. Tantas especies de aves,
cada una con su ingeniería propia
para construir nidos, y solo se cuenta
con ellas en el momento que se quiere
recargar los arcos superciliares
con analogías de tersura y ascenso,
como asediando un estado de silencio.
Aun si de antemano sabemos que no se trata
de eso tampoco, porque de otra manera
¿por qué no nos cristalizamos en lágrimas
fónicas, y pasamos en vez al hastío?
Y me estoy parando; el mundo es excesivamente

bello y hojoso. Hay hojas y hojarasca
cubriendo toda la gama apagada del marrón,
camuflando la filigrana del recuerdo
en un vestido con diseño de leopardo.
Mejor ven yo mismo circunvalando
la vasta piedad que sientes por ti mismo
para unirte al flanco que menos se te parece
en mí. Quizá es lo que quieres y quiero, y tal vez
haremos trato. El camino será todavía
menos desierto, habrá más mujeres
y umbrales para darse cuenta cómo un tiempo
contrafáctico se congració en ellas;
en nuestro amor que conservó su apuro
y su adolescencia resguardando con lástima
y celos la belleza que habían transferido
en una estación ya remota a las especies de aves.
Por lo tanto, los árboles no son tan ciertos.
Se curvan en el mismo periodo sofisticado
de las mujeres, más amados como estela
que belleza. Que yo sepa aquella es longitudinal
y producida por un don que se mueve.
Estoy, entonces, lo más lejos posible del centro.
Hay pavor y peatones. Hay oración
y repartidores, y en los escaparates
formas que no son intermedias. Si puedo
describirlas, creo que estará bien; si puedo amarlas
me abriré un camino entre los diseños
paisajísticos y su vida imaginaria.
Debo, así, ir. Tras el del gorro, que donde esté
ahora diverge, como se enlazan en el morbo
de la tarde-noche, razonamiento y trino.
La casaca corta el viento, lo reúne en fe.
Ir, eso es lo que me gustaría decir. Quizá
haya borlas. Y sillas Panton. Y más viento.