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domingo, diciembre 14, 2008

José Güich sobre La iluminación de Katzuo Nakamatsu

"La iluminación de Katzuo Nakamatsu [de Augusto Higa Oshiro] abre una línea inusitada en la dilatada trayectoria del autor. El personaje principal, un profesor universitario, emprende su extraño viaje a través de una Lima infernal, deteriorada, moderna, y frente a la cual este catedrático nisei alberga sentimientos encontrados. La soledad y el vacío de una existencia gris lo llevan a recorrer sórdidos pasajes del inframundo urbano. En esa jornada de duro autodescubrimiento, Katzuo será acosado por voces y sombras del pasado. Identificado con Martín Adán, su poeta predilecto, y con un aguerrido inmigrante llamado Etsuko Untén, el protagonista desciende a los abismos más oscuros de su identidad, especialmente la sexual. Entre líneas, se revela que parte de su angustia nace de la traumática y salvaje persecución emprendida contra la comunidad japonesa-peruana en los días de la Segunda Guerra Mundial. El satori, la ansiada visión de lo esencial, se manifestará en forma inesperada, justo al borde de la inevitable extinción de Nakamatsu. Si hay un libro indispensable entre los publicados durante el año que ya se extingue, es este trabajo de orfebrería que hiere como una sutil daga en las urdimbres del espíritu", señala José Güich Rodríguez en su columna de hoy de Correo. Incluyo un fragmento de la novela referido a Martín Adán: "Alguna vez en su juventud, Katzuo había visto a Martín Adán alcoholizado por las calles del centro, la época en que vivía en el manicomio, atrincherado en su yo, clamando su monólogo para nadie, y luego había terminado sus días en el asilo, naturalmente en olor de poesía, escuchando su música desgarrada. Pero aquella música era su sí mismo, y años antes de La mano desasida, por encima de dolores, culpas, o tormentos, Martín Adán ya estaba al otro lado de las miserias humanas, sin miedo a las muertes, totalmente solo, él era él, en su poesía callada, la que no dice nada, y es pura tautología" (29). Y otro fragmento más, que asocia la novela con tópicos relacionados a la obra de Oswaldo Reynoso (En busca de Aladino, El goce de la piel): "Con la curiosidad a flor de piel, dejó atrás las coliflores y los efluvios del culantro, y sin saber por qué se detuvo ante un adolescente pertinaz en camisa azul y pantalones de vaquero que escogía las hojas de ruda sobre un taburete. Soltó un suspiro al dar cuenta de su tez límpida y aceitunada, más tarde contuvo el aliento ante el perfil agareno y aquellos labios burilados como líneas agudas y alargadas; las cejas interrogativas y extrañas, sombreaban una mirada oscura y profunda; la cabellera ensortijada caía hacia atrás. En el tiempo infinito, Katzuo observó sus bellos movimientos en el aire, y solamente cuando terminó de husmear los admirables pies en sus alpargatas, exhaló un terrible alarido que se extendió a todo el mercado: era un llanto, un fragor de las entrañas, desde lo más secreto del inconsciente. Al cabo de una punta de años, después de excepcionales búsquedas, al final de urgentes desvelos y míseros días, por fin encontraba al mancebo esquivo, de piernas refinadas, brazos perversos, labios pálidos, y el cerco de los dientes inapelables. El adolescente apetecido, codiciado, mil veces soñado, infinitamente presentido en sueños, y cuantiosas noches de borrasca. Inmediatamente después, Nakamatsu se despojó del saco, la camisa, los pantalones, los victoriosos zapatones, y las prendas íntimas, y se quedó desnudo ante el muchacho de los ojos oscuros, y ante la compacta multitud. Entonces, llorando, arrodillado, clamando al cielo y al infierno, solamente susurraba para sí mismo: '¡La belleza existe! ¡La belleza existe!' Katzuo Nakamatzu había ingresado al kenshó, el satori, la visión de la naturaleza esencial" (106-107).

En la foto: Augusto Higa. "Sorprende con una contundente nouvelle", afirma Güich.