Balo sobre Bryce
Bryce es Bryce. He llegado a pensar que los cambios que se producen en él marchan por dentro, porque por fuera es igual a sí mismo. Eleodoro Holguín, por ejemplo, el personaje de este cuento reciente, es exacto a Pedro Balbuena, a Felipe Carrillo o a Martín Romaña. Algunos periodistas insinúan un desgaste en la literatura de Bryce. Consideran que las grandes modificaciones estructurales de la sociedad peruana o la globalización del mundo no han llegado a afectar su escritura. Europa, sin embargo, siempre está en el horizonte de su obra y el provincianismo no es lo que lo caracteriza; París y Madrid, cuando no lo es Lima, suelen ser los escenarios preferidos para cualquier aventura literaria suya.
En este cuento kafkiano, a su manera, los zapatos de Eleodoro Holguín han reemplazado a las mujeres inalcanzables de Pedro Balbuena. Y por más que los lustre en aras de alcanzar aquel brillo lejano e imposible, los zapatos estarán concebidos para el combate de las caminatas y no para los salones alfombrados. "Zapatos vagabundos" es, además, si mal no recuerdo, una de las secciones de su libro Doce cartas para dos amigos. Porque Bryce es, además de novelista y cronista, un gran viajero.
En su fuero interno, en el más íntimo, Bryce busca la literatura como una boya que le permita superar esta realidad chata y aburrida. En una oportunidad, recuerdo, creó una historia bien a su manera: Juan Rulfo había descolgado el teléfono de su apartamento en París y le explicaba a la persona que Alfredo Bryce era un escritor peruano que se había recluido en un convento de las serranías de su país para escribir novelas y quien vivía, más bien, en la rue Amyot, en París, era un impostor. Alguien que hacía el trabajo de relaciones públicas para ese escritor tímido y retraído que vivía en un convento del estilo Ocopa.
Lo cierto es que Bryce se ha encerrado en el año 2007 a escribir cuentos. No lo hizo en las serranías, pero sí al sur de Lima. Ha concluido una novela el año pasado y ha empezado a escribir estos cuentos antes de su viaje a Barcelona. Su mundo interior, el mundo del escritor, sigue con todos sus fantasmas intactos. Su familia es el centro de sus aventuras. El viaje a Europa. La chica adolescente que jamás envejecerá en su fantasía.
A veces pienso que Bryce desea mantenerse en aquella edad del incesante descubrimiento; en aquella alelada adolescencia donde el amor brilla en el cielo despejado y Eleodoro Holguín trata de imitar a través del espejo de sus zapatos, como si buscara un oasis. Los Magos del Trapo, aquellos genios de la limpieza en el jirón Camaná. Esos lustrabotas de antaño que son tan tercos como la memoria del escritor y se rehúsan a desaparecer.
Alfredo Bryce atesora la palabra escrita. Antes la combinaba con la palabra hablada. El paso del tiempo lo sume, más bien, en prolongados silencios. El gran conversador ahora habla poco. Pero de la máquina de escribir ha pasado a la computadora. Le costó trabajo aprenderla. Alejandro López Ashton le enseñó algunos de sus trucos. Y desde entonces se encierra a escribir. A veces lo imagino alucinado en algún convento de las serranías, lejos del mundanal ruido donde tanto ruido acostumbra meter. Porque es cierto: eso de andar con los zapatos brillantes es un lujo imposible de realizar. A uno le dan de pisotones en el metro, lo barren en los micros, lo chancan a la salida de los estadios. Y allí podemos encontrar en su intento a Eleodoro Holguín como un nuevo alter ego de Alfredo Bryce. Porque lo suyo es escribir, y para aquello ha nacido y por aquello va a morir.
El Limpia y la Locomotora
(Extracto del cuento del mismo nombre, de próxima publicación)
Al peruano Eleodoro Holguín, que llevaba toda una vida en Europa y tenía que hacer un gran esfuerzo para poner en orden cronológico los países y ciudades en que había vivido, siempre le hizo gracia que, muy a menudo, los españoles, o los madrileños, en todo caso, hablaran de el limpia para referirse a los clásicos lustrabotas. Además, a menudo, cuando oía esta palabra, recordaba aquel puesto de limpieza situado en el centro de Lima, que lucía ostentoso el nombre de Los Magos del Trapo, y al cual él acudió maniáticamente cada mañana de su juventud hasta que zarpó rumbo a Europa. No quedaba muy lejos de la vieja casona de San Marcos, allá en el Parque Universitario, por entonces, y en cuyas facultades había empezado tres carreras sucesivamente, pero sin terminar ninguna. Lo que le gustaba de la Cuatricentenaria, como pomposamente se le solía llamar, era el ambiente variopinto de sus hermosos patios, donde eran tantos los alumnos limeños como los provincianos, llegados muchas veces de lugares cuyo nombre Eleodoro nunca antes había oído mencionar, y para qué preguntar nada, la verdad, si con toda seguridad tampoco volvería a oír hablar de ellos jamás, no bien dejara San Marcos, sin diploma alguno, y se embarcara rumbo a Europa. ¿Y en Europa qué pensaba hacer? Pues ni idea, la verdad, aparte de practicar los idiomas que con tanto esmero estudiaba, ya que era un lector empedernido de cuanto libro caía en sus manos, empezando por los de historia y por las novelas, pero desconfiaba profundamente de las traducciones.
Por lo demás, su decisión de viajar a Europa había sido cien por ciento fruto de una frase tan retórica como absurda, que, de pura casualidad, le escuchó decir un día, en un ómnibus, a un tipo que sin duda no tardaba en partir rumbo al Viejo Continente, y al que el amigo con que compartía asiento le preguntó porqué.
–Viajar a Europa es un paso fundamental en la vida de un hombre –fue la altiva y ridícula respuesta de aquel cretino.
Pero lo cierto es que pocos meses más tarde, con escaso dinero y muy poca ropa, sobre todo de invierno, aunque eso sí con una formidable colección de impecables zapatos, recién pasados todos por las manos artistas de Los Magos del Trapo, para darse tiempo de encontrar un buen puesto de lustrabotas, allá, aterrizó en París Eleodoro Holguín. Por supuesto que antes hubo lastimeras despedidas, vomitados abrazotes, pero siempre con los mejores deseos de éxito y de un pronto retorno al terruño, como si ambas cosas vinieran seguiditas y en un brevísimo plazo. Parco como era, Eleodoro Holguín respondió una y mil veces a la ebria acusación de falta de patriotismo que encerraba su alejamiento de un Perú que lo necesitaba, y ya casi en calidad de líder, con las mismas altivas y ridículas palabras que escuchara en aquel ómnibus, aunque con mucho más sentimiento, única y exclusivamente por efecto de las copas, por supuesto.
–Adiós muchachos compañeros de mi vida, barra querida de aquellos tiempos –empezó diciendo Eleodoro…
Pero esta vez fue acusado nada menos que de traidor a la patria, por despedirse con tangos y no con unos valsecitos bien limeños y bien criollos, aunque él solventó enseguida el expediente, agregando de inmediato que se iba, hermanos, única y exclusivamente porque viajar a Europa es un paso fundamental en la vida de un hombre. Lágrimas, admiración, silencio absoluto y entrega totales, fueron, hasta la última noche que pasó en el Perú, el efecto inmediato que estas palabras produjeron entre sus amigos y familiares. Con lo cual, por supuesto, el hombre pudo partir en paz, aunque con una larguísima lista de todo aquello sin lo cual le iba a ser prácticamente imposible vivir en Europa, empezando, cómo no, por un cebichito de corvina con su cervecita helada más.
Nada de esto fue verdad, por supuesto, y en cambio sí fue muy cierto que la ausencia, o más bien la inexistencia absoluta de lustrabotas, fue lo único que, de entrada, empezó a enloquecer al maniático agudo que era Eleodoro Holguín en cuestión de zapatos limpios. Y, aunque lo probó todo, incluso un intercambio de lustradas, sobre un banquito, tres veces por semana, con un simpático compatriota, esta frecuencia o ninguna eran exactamente lo mismo para él, sobre todo si se tiene en cuenta la lluvia persistente y la otra, la breve e imprevista, la nieve dura y la blanda, los truenos desencadenantes de furibundos chaparrones, y la detestable caquita de perros enanos y antipatiquísimos, tan abundante en París, mezclada además con una arenilla que a veces desparramaban sobre las veredas, para evitar los resbalones. En fin, que al cabo de un año era París misma la que le ensuciaba los zapatos y la vida entera a Eleodoro Holguín, quien, aunque logró encontrar dos nuevos compatriotas para intercambiar un par de lustradas más con cada uno, con lo cual ya completaba los siete días de la semana, muy pronto descubrió que también esta frecuencia era insuficiente en una ciudad en la que se camina tanto. Y, como además andaba siempre con tres franelas y dos escobillitas en los bolsillos, muy pronto se ganó el apodo de El Loco de los Zapatos y se convirtió en el hazmerreír de todo aquel que lo conocía. Y además las chicas, que en el Perú le habían alabado siempre la impecable brillantez de su calzado, huían ahora de él como de la peste, no bien se arrancaba a explicarles que uno no puede limpiarse bien sus propios zapatos, ya que lo primero que hay que hacer es desatarlos completamente, encararlos bien, enseguida, y desde su misma altura, algo que es cien por ciento indispensable para poderlos enfocar de manera totalmente independiente y por sus cuatro costados, cada uno, aunque a primera vista parezca que sólo tienen tres…
París lo derrotó, finalmente, y así sucesivamente lo derrotaron Montpellier, Marsella, Nantes, Orleáns y Rouen, y también sufrió tremendos reveses en Alemania, Austria, Bélgica, Holanda, Irlanda e Inglaterra, países que abandonó en plazos cada vez más breves –en la tan lluviosa Irlanda, por ejemplo, apenas estuvo una semana–, y ni qué decir de los países nórdicos, los helados y también lluviosos Suecia, Noruega y Finlandia, de los cuales salió huyendo como de la peste. Y por supuesto que a España no podía ir, porque él no había venido a Europa para olvidar los idiomas estudiados con tanto esmero en Lima, sino precisamente para practicarlos y aprenderlos todo lo bien que le fuera posible, para ser capaz de leerlo todo en su idioma original, ya que nada detestaba tanto como las traducciones. En realidad, abominaba de ellas, y por buenas que fueran, de la misma manera en que abominaba de los zapatos sucios.
Tiró la esponja, finalmente, el día en que se topó, en el aeropuerto de Milán, con un individuo recién desembarcado de Madrid, y al cual le brillaban tanto los zapatos que Eleodoro Holguín no pudo contenerse y lo sometió a un verdadero interrogatorio, bastante molesto, en realidad, acerca del origen de aquel maravilloso lustrado.
–Glorieta de Bilbao, en Madrid –le espetó el tipo, incomodísimo.
–¿Ahí hay un puesto de lustrabotas con tres o cuatro asientos con sus brazos y todo?
–Mira, tío, ahí lo que hay son sólo tres limpias, cada uno con su silla, su caja de lustrado, y nada más.
–¿Nada más? –le preguntó Eleodoro Holguín, con tal cara de desconcierto que el español, harto ya, aunque al mismo tiempo compadecido de este subnormal, agregó–: Pero evita al mudo, que es un jodido hijo de la gran puta.–Y entre los otros dos, ¿cuál me recomienda usted, señor?
–¡Me cago en la leche, habráse visto tipo igual! –exclamó el español, alzando amenazadoramente el brazo, mientras se largaba.
* Publicado en Caretas 1984.
En la foto: Alfredo Bryce en lienzo de Jesús Ruiz Durand.