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viernes, octubre 19, 2007

Un fragmento de La cuarta espada de Roncagliolo

La cuarta espada de Santiago Roncagliolo está dedicada "a todos los personajes de este libro por prestarme su voz. A los 69.280 muertos y a los que aún quedamos vivos". El libro se abre con la siguiente cita de J. M. Coetzee (Premio Nobel de Literatura 2003): "El revolucionario es un hombre condenado. No se interesa por nada, no tiene sentimientos, no tiene lazos que lo unan a nada, ni siquiera tiene nombre. En él, todo está absorbido por una pasión única y total: la revolución. En las profundidades de su ser ha roto amarras con el orden civil, con la ley y la moralidad. Si sigue viviendo en sociedad, es sólo con la idea de destruirla. No espera misericordia alguna. Todos los días está dispuesto a morir". Está dividido en tres partes (La escuela del terror, La guerra, La cárcel) más un epílogo (La abeja reina), un mapa de los "principales teatros de operaciones de Sendero Luminoso", una cronología desde 1934 hasta el 2006, y una bibliografía (que incluye a autores como Toño Angulo, Gustavo Gorriti, Fernando Iwasaki, Robin Kirk, Julio Roldán, José Luis Rénique, Nicholas Shakespeare o Ricardo Uceda). A continuación, un significativo fragmento de esta obra.

Algo dentro de mí está funcionando mal.
Al principio de la investigación tenía pesadillas. Imaginaba a los miembros del Comité Central que aparecen en los videos senderistas y no podía dormir. Me parecía estar persiguiendo a un grupo de psicópatas, de fanáticos sanguinarios. Sin embargo, cuando hablas con alguien, inevitablemente le atribuyes humanidad. Es un mecanismo natural. No quiero decir que te vuelvas su defensor o su simpatizante. Es sólo que es más difícil odiar con tranquilidad a alguien con quien has conversado. Algo en tus defensas morales se viene abajo cuando te ves obligado a reconocer que el monstruo habla tu idioma, tiene amigos; en suma, no es tan distinto a ti.
Isaiah Berlin dice que "entender los movimientos o conflictos históricos entre los seres humanos es, ante todo, entender las actitudes hacia la vida que llevan implícitos, pues esto es lo que hace que sean parte de la historia humana y no meros sucesos naturales". Benedicto Jiménez comparte sin saberlo la filosofía de Berlin cuando afirma: "Para entender a Sendero hay que pensar como un senderista". Si quiero comprender a cualquier humano, debo atribuirle una humanidad como la mía. Pero ¿cómo explico entonces las conductas inhumanas? ¿Cómo pueden ellos? Tanto los militares como los terroristas aparentan ser razonables en una conversación, pero ninguno puede creer que su contrario también pueda ser razonable. Cambiar esa opinión les obligaría a cuestionar el sentido de sus propios actos, a enfrentarse con la posibilidad de haber vivido en el error.
Y para colmo, está lo de la ideología. La inmersión en un corpus de ideas te obliga a asimilar esas ideas de un modo u otro, a incorporarlas en tu visión del mundo. Las lecturas marxistas y el contacto con los simpatizantes de Sendero han inoculado un componente inesperado en la mía. Lo he notado con los mendigos. Siempre he estado acostumbrado a ignorarlos, a fingir que no existen, a seguir de largo al verlos por la calle. Es un mecanismo de defensa, porque son demasiados y no puedes darles dinero a todos. En estos días, sin embargo, no consigo invisibilizarlos. Al contrario, la conciencia de que quiero actuar como si no estuvieran me hace sentir culpable e incrementa mi rabia.
Además, estoy perdiendo el sentido del humor. Como vivo absolutamente obsesionado con el tema de la guerra, me molesta que los demás no se obsesionen también. Siento que a nadie le importa, que han muerto miles de personas y todo el mundo prefiere no verlo. El mundo entero empieza a parecerme frívolo.
La primera reacción ante esto es ser excesivamente insistente. En cualquier conversación hablo de la guerra. La veo por todas partes, en las noticias políticas y hasta en las telenovelas. Para mí, de momento, todo tiene que ver con la guerra o con nuestra insistencia por negarla. Después de un rato de soportarme, la gente tiende a cambiar el tema. Entonces siento que no me escuchan, y se opera un giro inédito en mi percepción. Comienzo a pensar que soy una persona moralmente superior, porque a mí sí me interesan estas cosas tan importantes. Y, como consecuencia lógica, me empiezo a considerar una víctima, un hombre ignorado porque dice algo importante, demasiado importante para escucharlo. Una víctima por decir la verdad en un mundo que se resiste a abrir los ojos. Esa posición te autoriza a ciertas cosas, como levantar la voz, imponer tu opinión y despreciar las ideas o silencios ajenos.
No consigo relajarme ni siquiera en la playa. Un domingo voy a Asia, un circuito costero al sur de Lima. En Asia puedes conseguir vino francés y embutidos españoles. También hay galería de arte, tienda de muebles y asesorías en decoración. Para la vida nocturna veraniega, ha desarrollado un sistema de bares y discotecas hasta formar una especie de ciudadela con visita al mar. Es el sitio perfecto para disfrutar.
Y sin embargo, yo sólo consigo percibir las cosas en términos sociales: en Asia, las empleadas domésticas no se pueden bañar; ni siquiera están autorizadas a bajar a la playa en ropa de baño. A los propietarios les resulta antiestético verlas. Trabajan los domingos más que nunca y sólo pueden entrar debidamente identificadas, sobre todo en el carro de la familia. Duermen ahí, entre las murallas que protegen a los propietarios de los barrios pobres de alrededor. Todo eso me produce una rabia que nunca antes había sentido. Hasta hoy, desaprobaba estas cosas fríamente pero no les daba demasiadas vueltas.
Frente al mar, mis amigos discuten de política. Estamos bebiendo cervezas y comiendo ceviches bajo una sombrilla. Una chica rubia se declara socialista. Su esposo le responde: "Eso ya no tiene sentido. Fui a Cuba el año pasado. ¿Sabes qué? Es un país profundamente injusto. En los hoteles y playas para turistas, los pobres no pueden entrar".
Entonces escucho las palabras salir de mi boca, casi libres de mi voluntad: "En esta playa tampoco, en este país liberal".
Él se ríe. Yo descubro que me cuesta contener la rabia, y que tengo ganas de golpearlo. Pero el escándalo que quiero montar está fuera de lugar. Sólo estamos conversando, sólo me está exponiendo una opinión. La suya me parece una lectura indignante de la realidad, una muestra flagrante de cómo nuestros privilegios nos permiten criticar en otros sistemas lo mismo que nos beneficia en el nuestro. Una opinión –y yo jamás había usado este insulto- "burguesa", contra la que no queda ningún espacio para la discusión, contra la que otros medios quedan autorizados.
A lo largo de toda esta investigación he estado jugando con mi cerebro. La ideología determina lo que ves en cada lugar y cómo lo percibes. Lo que antes me parecía terrible pero cotidiano, ahora me hace sentir culpable y furioso. Siento vergüenza de ser lo que soy. Uno puede escapar de un medio social o de un país, pero no es posible huir de tus propias ideas.
Por supuesto, en mi caso, no tendrá ninguna consecuencia. Soy un burgués satisfecho, y dejé atrás la edad universitaria. Muchas de mis ideas, buenas o malas, a estas alturas están demasiado arraigadas. Terminaré la investigación, me sumergiré en otra cosa y esto habrá terminado. Pero estoy padeciendo un brote de radicalización, y es como una enfermedad. Comprendo que, en el caldo de cultivo adecuado y a la edad propicia, mi rabia prendería, buscaría una manera de expresarme, una válvula de escape, una voz atronadora, tan sonora que nadie pudiese dejar de escucharla. (187-190)

En la foto: Santiago Roncagliolo y carátula de su nuevo libro. "Me llamo Santiago porque mis padres se enamoraron en la capital de Chile, en alguna marcha política, cuando gobernaba Allende". (73)