Elpénor. Homenaje a Josemári Recalde
Testimonio de Róger Santiváñez
Hubo una vez un tiempo dorado y ése fue el invierno limeño de 1991. Uno de aquellos mediodías dichosos me encontraba con Pamela en la terraza delantera del restaurante "El Cholo Ademar" de la Avenida Tarapacá en el rico Rímac, disfrutando de un suculento ceviche y un par de cristales. De pronto pasa caminando por la vereda Carlos Oliva y al verme se acerca a saludarme. Con él iba un joven alto y sonriente a quien Oliva me presentó como Josemári Recalde. Yo ya había oído mencionar su nombre en las noches de los bares poéticos de Quilca. Josemári conocía a Pamela (ambos estudiaban en la Católica) de modo que nos sentamos a conversar de poesía. Hablamos de Lautreamont, de Breton y los surrealistas y luego de Moro y de Westphalen. Cuando la tarde comenzaba a desplomarse, Oliva dijo: es la hora de un mixtoco y salió raudo hacia las calles donde aún se ignora la incertidumbre (Verástegui dixit). Luego de todo lo vivido, nos despedimos, ellos se fueron hacia la Avenida Alcázar (para tomar una combi) y Pamela y yo enrumbamos hacia la nave del Templo A, que se escondía en el garage de mi casa.
Hubo una vez un tiempo dorado y ése fue el invierno limeño de 1991. Uno de aquellos mediodías dichosos me encontraba con Pamela en la terraza delantera del restaurante "El Cholo Ademar" de la Avenida Tarapacá en el rico Rímac, disfrutando de un suculento ceviche y un par de cristales. De pronto pasa caminando por la vereda Carlos Oliva y al verme se acerca a saludarme. Con él iba un joven alto y sonriente a quien Oliva me presentó como Josemári Recalde. Yo ya había oído mencionar su nombre en las noches de los bares poéticos de Quilca. Josemári conocía a Pamela (ambos estudiaban en la Católica) de modo que nos sentamos a conversar de poesía. Hablamos de Lautreamont, de Breton y los surrealistas y luego de Moro y de Westphalen. Cuando la tarde comenzaba a desplomarse, Oliva dijo: es la hora de un mixtoco y salió raudo hacia las calles donde aún se ignora la incertidumbre (Verástegui dixit). Luego de todo lo vivido, nos despedimos, ellos se fueron hacia la Avenida Alcázar (para tomar una combi) y Pamela y yo enrumbamos hacia la nave del Templo A, que se escondía en el garage de mi casa.
A partir de ese momento comencé a encontrarme con Josemári en el bar del chino Félix –sito en Quilca- al que la gente denominaba Las Rejas debido al armazón de fierro que sellaba con llave el acceso al lugar y también el Bar de los Recuerdos (Pamela por ejemplo lo llamaba así) ya que Félix inundaba la oscura noche limensi con sus innumerables cassettes de la Nueva Ola peruana de los 60s y rock and roll, desde Elvis hasta los 70s. Era un muy agradable lugar para sentarse a no hacer nada (Estar en un bar siete horas seguidas y no necesariamente tomando, como le dijo Luis Hernández a Alex Zisman en su famosa entrevista). Todas las tardes o cualquier tarde me sentaba con Josemári y pedíamos una cerveza que duraba horas, y hablábamos de poesía. Podía ser Eguren o Vallejo. Pound y Eliot. Cisneros e Hinostroza. Jorge Guillén y Pedro Salinas. Recordábamos versos y los fraseábamos. Tocábamos la vida de Dino Campana o de Juan Ojeda. Citábamos títulos de libros. Por fin llegaba Grover Gambarini (jefe del cartel de Quilca) y nos ponía un ron. Poetas tienen que tomar trago de hombres, nos decía. Y erradicaba la cerveza. Seguíamos con Alejandra Pizarnik y Sylvia Plath. Tengo que matarte papito, decía Josemári recitando a esta última y Grover se sorprendía. Ustedes están más locos que yo muchachos, espetaba y de súbito salía corriendo del bar para recibir a la musa de aquellas reuniones Nelly Gutiérrez. Entonces la dulce morena se colocaba entre nosotros y nos contaba de una nueva revista de poesía que quería publicar. Le pondré Heautontimorumenos nos explicaba y Josemári decía perfecto el atormentador de sí mismo como Baudelaire. El tiempo avanzaba implacable y aparecía el gran actor y declamador de Vallejo, Hudson Valdivia y la siguiente botella de ron no se hacía esperar. Cuando los primeros avisos luminosos reflejaban su eléctrico esplendor sobre las vitrinas, los subtes iban entrando con Montaña, Kilowat o Boui y una guitarra de palo en la mano. De pronto Juan Ramírez Ruiz se presentaba totalmente despeinado y con varios anisados adentro y si lo invitábamos a nuestra mesa, nos respondía: ¡Hoy no atiendo a provincias! y se marchaba al fondo del bar hacia la izquierda, zona oculta ya que era un segundo salón al que se llegaba por un estrecho pasadizo. Bien entrada la noche Josemári gustaba de acompañarme (te hago la taba, me decía) en mis incursiones temporales en el infierno del azul pastel (como ha escrito Dalmacia Ruiz Rosas) y hasta allí seguíamos conversando de poesía. San Juan de la Cruz y Chirinos Cúneo. Ignacio de Loyola (ambos éramos exalumnos jesuitas) Rimbaud –claro- y todo lo llevábamos al plano de la mística. Dios era un tema que apasionaba a Josemári.
Así se pasaron los años 90. Siempre nuestras citas fueron en Quilca o podríamos encontrarnos en un recital o en la presentación de un libro y ya no nos separábamos. Alguna vez también en Barranco, una de las últimas noches, pero en esta ocasión fue zanahoria, ya que yo ya había emprendido mi alejamiento de los psicoactivos. Por eso me despedí de él –después de un recital- e increíblemente lo volví a encontrar en un paradero de la Avenida Brasil, y nos volvimos a despedir. Poco después viajé a Piura para mi curación definitiva. Y nunca más volví a verlo. Cuando me enteré de su muerte y de las circunstancias en que ocurrió, pensé que Josemári Recalde, el brillante y talentosísimo joven poeta –con quien tanto quería, como dice el otro Hernández- había llegado hasta el final en esa ruta en la que habíamos volado juntos. Lo sentí realmente como un héroe -en su propuesta radical- hasta el extremo de inmolarse en plena juventud. Nos dejó su Libro del Sol donde dice: no quiero / pertenecer más a la realidad verdadera / ni a la falsa. Así es Josemári, tú ya estás en el cielo puro y especial de los auténticos poetas. Cabría decir como Ezra Pound en uno de sus Cantos: Mas el primero en llegar fue Elpénor, Elpénor nuestro amigo. Y voy a terminar esta nota, con una cita que a él le hubiera encantado –sin decir de quién es- como una kábula y una oración: Dios ponga cabe a nuestras lágrimas.
Filadelfia, 17 de noviembre de 2005
Filadelfia, 17 de noviembre de 2005
En la foto: diseño de carátula de Libro del Sol realizado por el propio Recalde (Lima, 1973-2000). Vaya este homenaje a ocho años de su partida. El presente texto debió aparecer en la revista Odumodneurtse 6, que nunca llegó a editarse. Agradezco a Luis Fernando Chueca.