Y el ganador es... Miguel Ángel Torres Vitolas
La edición de hoy del semanario Caretas trae los resultados del concurso "El cuento de las mil palabras". Pueden leer aquí la crónica con la lista de premiados y, enseguida, el cuento ganador.
Uro en París
Por Miguel Ángel Torres Vitolas
M tiene el ticket pequeño, de ese color morado casi sucio, del metro de París, y lo dobla y lo pasa entre sus dedos. El metro avanza lentamente en dirección de La Defense y M todavía no sabe exactamente qué decir, sino mirar el ticket dando vueltas entre sus dedos, mirar al frente y a los lados. Julián está sentado frente a él, con una mochila negra inmensa entre las piernas, en silencio, y una sonrisa detenida en la cara. La madre de M le pidió que lo aloje por unos días en París. Luego Julián se iba a Bordeaux. "Julián, el señor que conocimos cuando estuvimos en Puno, en la casa de tu tía", había dicho ella, y él aceptó sin pensarlo, sin recordar siquiera bien ese viaje a Puno, hacía ya tantos años.
–Me acuerdo de los sapitos –dice por fin M–. Cuando estuve de niño allá en Puno, con mis padres. No sé si se acuerda –el otro lo mira. La cara oscura, algo envejecida, los dientes terriblemente amarillos e inmensos–. Debía tener yo diez años. Me acuerdo cómo llovía. En Lima no llueve, así que eso es lo que me sorprendió más entonces. Y entonces aparecían esos sapitos. Eran así, pequeños, marrones y estaban por todos los lados de la casa, por los charcos.
El otro sonríe y asiente. M recuerda también que aquello más que casa era una choza de adobe y que no pudo ver televisión cuando estuvo ahí. Una choza en Puno, en el campo mismo y muy cerca del Titicaca. Hacía de eso ya demasiados años. Una vida y el Perú entero que se le confundían. M volvió a pensar en qué más podía decir. Recordaba esa lluvia fuerte que se convertía en granizo y castigaba los techos de calamina; que con su padre y sus hermanos se atrevieron a meterse al Titicaca y que el agua estaba helada. Luego las cosas eran más confusas, recordaba haber montado en burro, que una tarde se apareció en la casa este mismo Julián con una cabeza de cordero para regalarles y que esa noche tomó sopa de cabeza de cordero a la luz de una lámpara de kerosene. Miró nuevamente a Julián. Apenas parecía haber envejecido y continuaba siendo ese hombre duro y alto, de cara ennegrecida por el sol y pelo tupido y negro, que en esa época, como muchos otros, se ganaba en parte la vida vistiéndose para los turistas y yendo a las islas flotantes de paja a vender souvenirs, dejarse llamar uros y tomarse fotos. Está por decirle que hace poco vio un documental en la televisión francesa sobre los uros y las islas flotantes en el Titicaca y cómo consiguió reconocer algunas de las caras que vio ahí, solo que en lugar de los ponchos en colores y ojotas con que se les veía en el documental, él los recordaba con zapatillas viejas, jeans y casacas con el logo de Adidas. Pero no le dice nada. Le parece, antes de decir nada, que eso le puede molestar. El metro ha ascendido y esta vez avanza dejando ver la noche encendida de París. Julián voltea a mirar por las ventanas, todavía con la misma sonrisa.
–Ya vamos a bajar –le dice M–. De ahí tomamos el bus. Cuando han llegado al apartamento, M se hace a un lado y lo deja pasar.
–Deja ahí nomás tus maletas –le dice.
El departamento, de una sola pieza, es muy pequeño y se acomodan en él una computadora, un sofá cama cubierto de mantas, un librero y una mesita. M ha acomodado para Julián una colchoneta inflable al lado del chauffage, cerca de la única ventana, que da hacia la calle.
–Si te asomas por la ventana y miras a la izquierda, ves la torre Eiffel –le dice.
–Gracias –dice Julián.
Pero no se asoma por la ventana. Se sienta sobre la colchoneta de hule, mirando a la calle.
M acomoda en silencio las mantas que están en el clic-clac. De qué puede hablarle. Julián todavía estará ahí una semana y luego va hacia Bordeaux. ¿Qué puede hacer un uro en Bordeaux?, piensa. Igual, ¿qué podría hacer en París? Va a la computadora y trata de poner algo de música. Por una suerte de obligación trata de encontrar algo que no sean The Weakerthans, Bob Dylan, The Supremes o The Band. Lo único que tiene en español son algunos boleros de Chavela Vargas. Los pone y enciende los pequeños parlantes que tiene conectados a la computadora. Cuando empieza a oírse "Paloma negra", Julián voltea hacia él.
–Chávela Vargas –dice, sonriendo feliz, haciendo que sí con la cabeza–. Venga, vamos a sentarnos a oír a la Chavela –le dice, haciéndole espacio en la colchoneta–. Tengo un pisco en la maleta.
M se sienta a su lado. Por la ventana aparece todo París oscurecido, con sus luces encendidas y sus carros.
En la foto: En Toulouse. Miguel Ángel Torres Vitolas, 29 años y ganador de la presente edición del concurso, escribió la historia de un compatriota que, como él, cambió el cielo peruano por el francés. [Leyenda de Caretas]
Uro en París
Por Miguel Ángel Torres Vitolas
M tiene el ticket pequeño, de ese color morado casi sucio, del metro de París, y lo dobla y lo pasa entre sus dedos. El metro avanza lentamente en dirección de La Defense y M todavía no sabe exactamente qué decir, sino mirar el ticket dando vueltas entre sus dedos, mirar al frente y a los lados. Julián está sentado frente a él, con una mochila negra inmensa entre las piernas, en silencio, y una sonrisa detenida en la cara. La madre de M le pidió que lo aloje por unos días en París. Luego Julián se iba a Bordeaux. "Julián, el señor que conocimos cuando estuvimos en Puno, en la casa de tu tía", había dicho ella, y él aceptó sin pensarlo, sin recordar siquiera bien ese viaje a Puno, hacía ya tantos años.
–Me acuerdo de los sapitos –dice por fin M–. Cuando estuve de niño allá en Puno, con mis padres. No sé si se acuerda –el otro lo mira. La cara oscura, algo envejecida, los dientes terriblemente amarillos e inmensos–. Debía tener yo diez años. Me acuerdo cómo llovía. En Lima no llueve, así que eso es lo que me sorprendió más entonces. Y entonces aparecían esos sapitos. Eran así, pequeños, marrones y estaban por todos los lados de la casa, por los charcos.
El otro sonríe y asiente. M recuerda también que aquello más que casa era una choza de adobe y que no pudo ver televisión cuando estuvo ahí. Una choza en Puno, en el campo mismo y muy cerca del Titicaca. Hacía de eso ya demasiados años. Una vida y el Perú entero que se le confundían. M volvió a pensar en qué más podía decir. Recordaba esa lluvia fuerte que se convertía en granizo y castigaba los techos de calamina; que con su padre y sus hermanos se atrevieron a meterse al Titicaca y que el agua estaba helada. Luego las cosas eran más confusas, recordaba haber montado en burro, que una tarde se apareció en la casa este mismo Julián con una cabeza de cordero para regalarles y que esa noche tomó sopa de cabeza de cordero a la luz de una lámpara de kerosene. Miró nuevamente a Julián. Apenas parecía haber envejecido y continuaba siendo ese hombre duro y alto, de cara ennegrecida por el sol y pelo tupido y negro, que en esa época, como muchos otros, se ganaba en parte la vida vistiéndose para los turistas y yendo a las islas flotantes de paja a vender souvenirs, dejarse llamar uros y tomarse fotos. Está por decirle que hace poco vio un documental en la televisión francesa sobre los uros y las islas flotantes en el Titicaca y cómo consiguió reconocer algunas de las caras que vio ahí, solo que en lugar de los ponchos en colores y ojotas con que se les veía en el documental, él los recordaba con zapatillas viejas, jeans y casacas con el logo de Adidas. Pero no le dice nada. Le parece, antes de decir nada, que eso le puede molestar. El metro ha ascendido y esta vez avanza dejando ver la noche encendida de París. Julián voltea a mirar por las ventanas, todavía con la misma sonrisa.
–Ya vamos a bajar –le dice M–. De ahí tomamos el bus. Cuando han llegado al apartamento, M se hace a un lado y lo deja pasar.
–Deja ahí nomás tus maletas –le dice.
El departamento, de una sola pieza, es muy pequeño y se acomodan en él una computadora, un sofá cama cubierto de mantas, un librero y una mesita. M ha acomodado para Julián una colchoneta inflable al lado del chauffage, cerca de la única ventana, que da hacia la calle.
–Si te asomas por la ventana y miras a la izquierda, ves la torre Eiffel –le dice.
–Gracias –dice Julián.
Pero no se asoma por la ventana. Se sienta sobre la colchoneta de hule, mirando a la calle.
M acomoda en silencio las mantas que están en el clic-clac. De qué puede hablarle. Julián todavía estará ahí una semana y luego va hacia Bordeaux. ¿Qué puede hacer un uro en Bordeaux?, piensa. Igual, ¿qué podría hacer en París? Va a la computadora y trata de poner algo de música. Por una suerte de obligación trata de encontrar algo que no sean The Weakerthans, Bob Dylan, The Supremes o The Band. Lo único que tiene en español son algunos boleros de Chavela Vargas. Los pone y enciende los pequeños parlantes que tiene conectados a la computadora. Cuando empieza a oírse "Paloma negra", Julián voltea hacia él.
–Chávela Vargas –dice, sonriendo feliz, haciendo que sí con la cabeza–. Venga, vamos a sentarnos a oír a la Chavela –le dice, haciéndole espacio en la colchoneta–. Tengo un pisco en la maleta.
M se sienta a su lado. Por la ventana aparece todo París oscurecido, con sus luces encendidas y sus carros.
En la foto: En Toulouse. Miguel Ángel Torres Vitolas, 29 años y ganador de la presente edición del concurso, escribió la historia de un compatriota que, como él, cambió el cielo peruano por el francés. [Leyenda de Caretas]