Calderón Fajardo, Lauer, Reynoso: tres fragmentos
Incluyo breves fragmentos de tres libros de narrativa peruana publicados en el 2006. El primero proviene del libro de cuentos Historias de verdugos de Carlos Calderón Fajardo (cuya edición a cargo de El Santo Oficio ha podido estar un poquito mejor, lo digo sobre todo por ese corte de página que parece querer llevarse consigo las letras de los relatos), el segundo de la novela Órbitas. Tertulias de Mirko Lauer, y el tercero del libro de relatos Las tres estaciones de Oswaldo Reynoso.
En la cena de despedida, en casa del poeta Elqui Burgos, Andrés Montero había comentado el encuentro con la artistas francesa. Era frecuente cruzarse, ante luminarias del cine francés en el Barrio Latino, con Jean Paul Belmondo o Alain Delon. Caminaban con ropa sencilla entre la gente, como un parisino más; Belmondo siempre andaba en jeans y camisa de manga corta, pero Anouk Aimée, que usaba bellos abrigos y siempre un pañuelo al cuello, era especial. Montero no recordaba el chiste del siempre ocurrente Tancredo. Ese día, Andrés Montero había reído a carcajadas sin imaginar que nunca más vería a su amigo. ¿Pero de qué se había reído? Por más esfuerzos que hacía, le era imposible recordar ese chiste. Cómo iba a imaginarse Montero que el zambo Tan había buscado eludir la conversación sobre Anouk Aimée. Elqui y su esposa colombiana Mélida criaban en una peceras peces rojos de espléndidas colas y ojos saltones; en cambio, la mascota del zambo Tan era una extraña iguana verde, que nunca era la misma. Porque se comentaba que el zambo criaba iguanas para comerlas, y solía comentar que el sabor de la carne de iguana se parecía a la de la gallina.
La triste noticia le llegaría a Andrés, un par de años más tarde, estando ya reinstalando en Lima de manera definitiva: "Se murió el zambo Tan" –decía Elqui, en su carta-. Y, muchos años después, cuando Andrés Montero cruzaba el cielo de vuelta a París, como una pluma que cae en el vacío, intuía que lo esperaba un mundo irreconocible. Temía Andrés enfrentar lo que repetían con insistencia en sus cartas aquellos que decidieron permanecer en París. "El mundo que tú conociste ha muerto", le decían. En el avión, Montero intentó revivir un trozo de música, un gesto, una palabra dicha por alguien; un atisbo desde esa sombra que se iba apagando; la punta de un hilo de donde jalar, hasta dar con la verdadera identidad de la mujer cuyo rostro había obsesionado a Tancredo Luna, al punto de pintarlo mil veces. Recordó la buhardilla de Elqui, en el séptimo piso de un inmueble cenizo, en la Avenida Georges Mandel, y unos metros más allá la puerta verde del cubículo donde vivían dos fieras: un par de sirvientas protuguesas provenientes de una minúscula aldea cerca a Coimbra. Recordó, además, el taller de Tancredo, una puerta de las tantas de ese laberinto aéreo. Pero sobre todo recordó los peces rojos y la iguana verde. (Calderon Fajardo, "La mano izquierda de Dios", 13-14)
Antes de prepararme para salir a ese perlado mundo de focos encendidos, con un expresso recalentado delante de mí, le paso revista a mi sueño de hoy, que es más o menos así: siempre comienza con la frase Ça commence, desde hace dos días un vapor con velas arriadas hace cola ante el puerto con otros seis, anclados a unos cien metros de distancia del faro, esperando que en la orilla las olas se calmen para que los barcos que han coincidido frente al puerto puedan depositar pasajeros y carga. Pero a pesar del leve mar de fondo, de las inmensas olas en la orilla, de los tumbos y de la demora, mar afuera sobre las cubiertas de los barcos es una noche tranquila, bañada por una luz de luna llena abalsamada por un viento caliente de febrero. Cada tanto reaparece la ronda de los mojados lomos de bufeo, cortando el agua de color de un ópalo veneciano con decisivas cuchilladas curvas, entre alegres y solemnes. Las naves ancladas se mecen en racimo, como otros tantos cetáceos de mojado uniforme, y por momentos parece que en sus puntas las colgaduras de las mástiles en cualquier instante fueran a enredarse ansiosas unas con otras.
Las empresas navieras instalan sobre las cuatro cubiertas más elegantes pequeñas mesas con manteles cuadriculados de damasco blanco para una cena tardía, y en ese ambiente gregario algunos audacesse dan saltitos en bote para unirse a las tertulias de otros barcos. En todas la conversación es parecida: los que esperan desembarcar cuanto antes y los impacientes por seguir caleteando hacia puertos de más al sur, el estraño verano que parece traer más clima nublado que de costumbre, los meritos comparados de diversos dulces de Ica, Moquegua, Pisco y La Serena, temas de la política no polémica, todos orientados a reforzar la simpatía de clase en lo que finalmente no deja de ser una suave emergencia: barcos detenidos por una noche entre las cabritillas, y conversación amable pero alerta entre cuatro de los seis capitanes. (Lauer, 15-16)
En la cena de despedida, en casa del poeta Elqui Burgos, Andrés Montero había comentado el encuentro con la artistas francesa. Era frecuente cruzarse, ante luminarias del cine francés en el Barrio Latino, con Jean Paul Belmondo o Alain Delon. Caminaban con ropa sencilla entre la gente, como un parisino más; Belmondo siempre andaba en jeans y camisa de manga corta, pero Anouk Aimée, que usaba bellos abrigos y siempre un pañuelo al cuello, era especial. Montero no recordaba el chiste del siempre ocurrente Tancredo. Ese día, Andrés Montero había reído a carcajadas sin imaginar que nunca más vería a su amigo. ¿Pero de qué se había reído? Por más esfuerzos que hacía, le era imposible recordar ese chiste. Cómo iba a imaginarse Montero que el zambo Tan había buscado eludir la conversación sobre Anouk Aimée. Elqui y su esposa colombiana Mélida criaban en una peceras peces rojos de espléndidas colas y ojos saltones; en cambio, la mascota del zambo Tan era una extraña iguana verde, que nunca era la misma. Porque se comentaba que el zambo criaba iguanas para comerlas, y solía comentar que el sabor de la carne de iguana se parecía a la de la gallina.
La triste noticia le llegaría a Andrés, un par de años más tarde, estando ya reinstalando en Lima de manera definitiva: "Se murió el zambo Tan" –decía Elqui, en su carta-. Y, muchos años después, cuando Andrés Montero cruzaba el cielo de vuelta a París, como una pluma que cae en el vacío, intuía que lo esperaba un mundo irreconocible. Temía Andrés enfrentar lo que repetían con insistencia en sus cartas aquellos que decidieron permanecer en París. "El mundo que tú conociste ha muerto", le decían. En el avión, Montero intentó revivir un trozo de música, un gesto, una palabra dicha por alguien; un atisbo desde esa sombra que se iba apagando; la punta de un hilo de donde jalar, hasta dar con la verdadera identidad de la mujer cuyo rostro había obsesionado a Tancredo Luna, al punto de pintarlo mil veces. Recordó la buhardilla de Elqui, en el séptimo piso de un inmueble cenizo, en la Avenida Georges Mandel, y unos metros más allá la puerta verde del cubículo donde vivían dos fieras: un par de sirvientas protuguesas provenientes de una minúscula aldea cerca a Coimbra. Recordó, además, el taller de Tancredo, una puerta de las tantas de ese laberinto aéreo. Pero sobre todo recordó los peces rojos y la iguana verde. (Calderon Fajardo, "La mano izquierda de Dios", 13-14)
Antes de prepararme para salir a ese perlado mundo de focos encendidos, con un expresso recalentado delante de mí, le paso revista a mi sueño de hoy, que es más o menos así: siempre comienza con la frase Ça commence, desde hace dos días un vapor con velas arriadas hace cola ante el puerto con otros seis, anclados a unos cien metros de distancia del faro, esperando que en la orilla las olas se calmen para que los barcos que han coincidido frente al puerto puedan depositar pasajeros y carga. Pero a pesar del leve mar de fondo, de las inmensas olas en la orilla, de los tumbos y de la demora, mar afuera sobre las cubiertas de los barcos es una noche tranquila, bañada por una luz de luna llena abalsamada por un viento caliente de febrero. Cada tanto reaparece la ronda de los mojados lomos de bufeo, cortando el agua de color de un ópalo veneciano con decisivas cuchilladas curvas, entre alegres y solemnes. Las naves ancladas se mecen en racimo, como otros tantos cetáceos de mojado uniforme, y por momentos parece que en sus puntas las colgaduras de las mástiles en cualquier instante fueran a enredarse ansiosas unas con otras.
Las empresas navieras instalan sobre las cuatro cubiertas más elegantes pequeñas mesas con manteles cuadriculados de damasco blanco para una cena tardía, y en ese ambiente gregario algunos audacesse dan saltitos en bote para unirse a las tertulias de otros barcos. En todas la conversación es parecida: los que esperan desembarcar cuanto antes y los impacientes por seguir caleteando hacia puertos de más al sur, el estraño verano que parece traer más clima nublado que de costumbre, los meritos comparados de diversos dulces de Ica, Moquegua, Pisco y La Serena, temas de la política no polémica, todos orientados a reforzar la simpatía de clase en lo que finalmente no deja de ser una suave emergencia: barcos detenidos por una noche entre las cabritillas, y conversación amable pero alerta entre cuatro de los seis capitanes. (Lauer, 15-16)
Entonces, recuerdo, Max, que el Doctor Corbacho de la Jara disertó largamente sobre las referencias de la cultura griega que se encuentran en las obras de Marx y sobre la estrecha relación que había entre la vanguardia literaria y artística con la revolución y que había el peligro de la abolición de la subversión del espíritu en un régimen socialista. Me agradó bastante que hablara de Rimbaud y además quedó en prestarme una Antología de la Poesía Francesa donde encontraría algunos textos de los Cantos de Maldoror y fíjate, Max, que ahora el profesor Moreno Jimeno en sus clases de literatura nos habla también de la vanguadia y de la subversión del espíritu. Por último, nos ilustró sobre el significado del mito de Narciso en la cultura occidental. Todos los jóvenes que habíamos concurrido esa tarde a su casa lo escuchábamos embelesados. Solo el estudiante universitario movía de un lado al otro la cabeza tratando de disimular su disgusto. Hace poco me informaron que al doctor lo habían acusado de ser un burgués decadente. Al despedirme, quedé en volver. Y no se pierda la plusvalía, se despidió el Doctor Corbacho de la Jara, dándome ligeras palmadas en el hombro. Y joven poeta, mucho cuidadito con la bohemia que arrastra; el marxismo exige disciplina en el pensamiento, en la vida, y movía el índice de la mano derecha y yo atolondrado subía y bajaba la cabeza. Y ese fue el inicio de mi incorporación a la Juventud Comunista. (Reynoso, "Primera estación", 33-34)