La nueva novela de Luis Nieto Degregori
LANCE DE ESPADAS*
Anticipo. Un fragmento de la última novela del escritor Luis Nieto Degregori
Con Bartolomé de la Moneda, el minero extremeño que cansado de recorrer inútilmente el Alto Perú en busca de un nuevo Potosí había recalado hacía unos meses en Cuzco, don Rodrigo encontró muy rápido un lenguaje común. Todas las esperanzas de ese hombre maduro y de tez curtida por los fríos estaban puestas en un mineral que había hallado en el Senca, una de las montañas que dominaba la ciudad. Obligado por las urgencias de las que nunca estaba libre, había cometido el error, sin embargo, de asociarse con don Diego de Esquivel sin tomar la precaución de firmar un contrato.
–¡Reconozco que fui un tonto! –se abrió el minero al corregidor desde el primer encuentro que tuvieron en el despacho de este–. En mi oficio, lo primero que aprende uno es a desconfiar hasta de su sombra, pero por alguna razón en la palabra de don Diego creí desde el primer instante. Sería porque se mostró ya no generoso sino magnánimo conmigo en un momento en que todas las personas me habían vuelto las espaldas…
–¿Es mucho el dinero que don Diego le adelantó para la búsqueda del mineral? –preguntó el corregidor.
–Se trata de una suma considerable –respondió el minero tras pensar un poco–, pero que no justifica las pretensiones de don Diego de tomar posesión de las minas y relegarme al papel de dirigir los trabajos de beneficio del mineral…
–¿Y cómo piensa nuestro común amigo justificar sus pretensiones ante la justicia? Porque una cosa es que él quiera apropiarse de esa mina de plata y otra, muy distinta, que le asista el derecho a ello –se interesó don Rodrigo.
–Se está valiendo de la amistad o el miedo que le profesan todo tipo de autoridades. De hecho, como procede en estos casos, yo quise hacer manifestación de mi hallazgo, pero aquí en la ciudad no me fue recibida. Por eso quiero viajar a Lima cuanto antes para salvaguardar mis derechos.
–¿A Lima? Para cuando usted llegué a Los Reyes don Diego ya habrá tomado posesión de la mina de plata –puso en duda don Rodrigo la efectividad del paso que el minero pensaba dar–. La solución sería que yo, como justicia mayor del Cuzco, lo ampare como descubridor y legítimo dueño del mineral…
–¿Está dispuesto Su Señoría a hacer eso? –se alegró sobremanera el minero–. ¿No tiene miedo de enfrentarse a don Diego?
–¡Miedo, ninguno! –respondió tajante el corregidor–. ¡Si no he temblado cuando en una ocasión me vi rodeado, con la pequeña escolta que me acompañaba, de todo un regimiento enemigo, menos voy a hacerlo si me desafía un miserable criollo! Le repito: yo puedo ampararlo como propietario de la mina, pero con una condición…
¿Cuál? –preguntó dubitativo el minero ante la posibilidad de que se tratase de una exigencia que no estaría en condiciones de satisfacer.
–Con la condición de que don Diego no tenga parte alguna en esa empresa, ni siquiera a manera de compensación por el dinero que Vuestra Merced le adeuda. Mi apoyo, en cambio, será recompensado con la quinta parte de los ingresos que genere la mina cuando empiece a producir.
Don Bartolomé de la Moneda no tuvo que pensar mucho para aceptar el pacto que el corregidor le proponía. Don Rodrigo, por su parte, ni bien firmados ante notario los papeles que daban nacimiento a la nueva sociedad, se dedicó por entero a reunir un pequeño contingente de hombres armados con el cual poner en fuga a los casi veinte vigilantes que, según sus informes, don Diego había puesto para resguardar el lugar donde se hallaba el mineral.
–Partiremos mañana ni bien despunte el alba. Además del alguacil mayor y los guardias nos acompañarán treinta hombres –le explicó a don Bartolomé de la Moneda a los pocos días–. Luego de tomar por sorpresa y desarmar a los servidores de don Diego, yo os ampararé ante notario como legítimo dueño del mineral. Por el tiempo que haga falta, mientras la manifestación de la mina sea recibida por las autoridades de Los Reyes, siquiera veinte hombres, al mando de una persona de mi absoluta confianza, se encargarán de brindarle protección.
Los aprestos empezaron antes del amanecer, cuando en el patio de palacio empezaron a congregarse los hombres que el alguacil mayor y Francisco el Patatiesa se habían encargado de reclutar. Hacía más de una semana ya que había dejado de llover, lo cual, según le habían comentado a don Rodrigo, era raro para el mes de febrero. "Ascender hasta la mina con los senderos convertidos en lodazales hubiera resultado difícil", pensó, decidiendo para sus adentros que ese veranillo era sin lugar a dudas una señal de buen augurio.
Montado en el noble alazán que había adquirido a su llegada a Los Reyes para seguir viaje hasta el Cuzco, el corregidor se puso al frente de los casi cuarenta jinetes que finalmente había tenido la precaución de reunir. A su lado marchaban don Bartolomé de la Moneda y don Jerónimo de Losada y un poco más atrás, a manera de escolta, el alguacil mayor y los guardias. Los hombres del Patatiesa, con este a la cabeza, cerraban la cabalgata que, por lo nutrida, despertó a su paso a muchos vecinos que, venciendo el recelo, asomaron las cabezas por las puertas de sus casas para curiosear.
A sugerencia del minero, que conocía la zona al dedillo, dejaron la ciudad no por el camino más corto a la mina, el que llevaba hacia el cerro Sacsayhuamán, sino por el que salía de la parroquia de Santa Ana con dirección a Chinchero. El plan que habían cuidadosamente preparado consistía en dar ese rodeo para ascender al Senca por sus faldas izquierdas y de ese modo evitar el ser avistados por los servidores de los Esquivel.
Don Rodrigo se encontraba de inmejorable humor y no cesaba de intercambiar comentarios con su paisano Jerónimo de Losada, quien había insistido en unirse a la partida a pesar de que el riesgo de que se produjese un enfrentamiento era alto. Bartolomé de la Moneda, en cambio, que se había adelantado al resto, se comportaba con cada vez mayor cautela a medida que se acercaban al lugar donde había descubierto el mineral.
–¡Venciendo esa altura estaremos justo encima de la mina! –explicó el minero a media mañana, cuando llevaban cerca de cuatro horas cabalgando–. Sugiero que desmontemos aquí y que el último trecho lo hagamos a pie, con el mayor sigilo posible.
El corregidor, tras poner a los guardias bajo sus propias órdenes, encomendó al alguacil mayor y al Patatiesa que se dividieran al resto de los hombres y distrajeran la atención de los vigilantes de la mina cuando él estuviese en la retaguardia de ellos.
–De ser posible, háganse perseguir, pero dirigiéndose unos hacia el este y los otros en dirección contraria. Eso los dispersará y cuando yo ataque ya no podrán juntarse de nuevo y no les quedará más remedio que rendirse uno a uno.
Ese empinado trecho que hubo que subir para ganar la altura fue suficiente para que don Rodrigo se quedara sin aliento. Quizás por eso no notó que Bartolomé de la Moneda , que se había vuelto a adelantar, había soltado a su caballo y se había quedado petrificado. Fue una imprecación soltada por don Jerónimo de Losada la que hizo alzar la vista al corregidor.
–¡La puta que lo parió! –maldijo también él al descubrir, a unos cincuenta pasos, a don Diego de Esquivel mirándolo con sorna desde encima de su caballo. El gran número de jinetes que lo acompañaban, un centenar o más, hacía que cualquier intento de atacar resultase descabellado–. ¡Cómo demonios se enteró de nuestros planes! ¡Voy a arrancarle la lengua con mis propias manos al hijo de perra delator!
–¡Mire, Su Señoría! –le señaló don Jerónimo, con un leve movimiento de cabeza, algo que estaba al extremo de esa explanada dominada por los hombres de don Diego.
El corregidor, haciendo visera con una mano para protegerse de la luz del sol, miró en esa dirección y, por primera vez en muchísimo tiempo, sintió miedo por su vida.
–Por lo visto se está preguntando quién ha mandado a levantar ese cadalso –llamó de pronto su atención don Diego de Esquivel, que se había acercado casi hasta donde él estaba, sin más resguardo que el que le brindaba Anselmo, su criado de confianza–. Pues yo, como corregidor de Calca. Ese cadalso se encuentra en mi jurisdicción y la mina que hemos descubierto con mi ex socio, dicho sea de paso, también –acotó, cazurro, el criollo.
Don Rodrigo, que observaba pasmado como a lo largo de la sinuosa línea que dibujaba la cumbre de la montaña se iban apostando centenares de indios, tardó en reaccionar.
–¿Su jurisdicción? ¿La del corregimiento de Calca? Estamos a tan solo tres leguas del Cuzco. Cualquier persona sabe que el corregimiento de Calca empieza mucho más allá de esta y de la siguiente cadena de montañas –trató de sobreponerse y de plantarle cara a su enemigo.
–Veo que Su Señoría, a pesar de los meses que lleva aquí, sigue sin comprender la geografía del lugar. ¿Tal vez usted, don Bartolomé, pueda explicarle en qué jurisdicción se encuentra el mineral? –clavó don Diego en el minero una mirada acerada.
–En… en… en el corregimiento de Calca… –tartamudeó el extremeño.
–En el de Calca, efectivamente… –reiteró don Diego con aire distraído–. Me corresponde a mí pues administrar los actos de justicia y para eso he preparado esa horca… No, no, no tiene usted por qué temer, don Bartolomé –se dirigió de nuevo al minero, que de verdad había perdido el color del rostro–. Estoy seguro de que esta vez no se negará a firmar los papeles en que me cede los derechos de posesión de la mina a cambio de la enorme suma de dinero que le he adelantado… El agravio que pienso castigar con la horca es el cometido por este insolente contra la persona de doña Leandra Pineda… A menos, claro, que este guampo malnacido pida disculpas delante de todos nosotros a esa dama cuzqueña a la que nunca debió faltarle el respeto…
Don Rodrigo, que no terminaba de creer que alguien se estuviese atreviendo a ensuciar su honra de esa manera, llevó instintivamente la mano a la espada. No pudo desenvainar, sin embargo, porque don Jerónimo de Losada le sujetó con todas sus fuerzas la muñeca.
–Eso es lo que este perro quiere, Su Señoría… –le dijo el comerciante al oído–. ¡Para así matarnos a todos! ¡Déjeme hablar a mí!
El corregidor, resoplando como un fuelle por la ira, a punto estuvo de hacer a un lado a su paisano de un empujón, pero se contuvo en el último instante. Nunca había temblado si de defender su honor se trataba, pero lo que estaba ocurriendo en ese momento escapaba definitivamente a su entendimiento y empezaba a parecerle absolutamente irreal: ¡que un miserable criollo se atreviese a desafiar la autoridad del Rey!, ¡que centenares de indios armados con palos y hondas hubiesen formado un ejército para apoyarlo!, ¡que una horca esperase por él en una cumbre solitaria donde no crecía un solo árbol y solo abundaba la paja brava!, ¡que a una chola, una india casi, hubiese que tratarla igual que a una dama! Don Rodrigo, sintiendo que la cabeza le daba vueltas, tuvo que apoyarse en don Jerónimo para no caerse…
–¡Al parecer me ha atacado el mal de altura! –se disculpó en un susurro–. ¡Haga usted lo que mejor le parezca!
Jerónimo de Losada esperó un momento a que el corregidor se repusiera y, cuando notó que ya no necesitaba ayuda para tenerse en pie, dio un paso adelante:
–¡Su Señoría está dispuesto a disculparse con la dama que Vuestra Merced menciona! ¡Díganos el lugar y la hora!
Don Diego de Esquivel, sin darse el trabajo de responder, hizo una señal con la mano y al poco rato los jinetes que lo acompañaban y que formaban un compacto semicírculo se abrieron para dejar pasar a Leandra Pineda. Montaba la mestiza una hermosa yegua negra y lo hacía con una soltura que terminó de desconcertar a don Rodrigo.
Anticipo. Un fragmento de la última novela del escritor Luis Nieto Degregori
Probablemente el narrador cuzqueño más importante de la literatura peruana contemporánea. Nieto Degregori (1955) ha publicado, entre otros, Harta cerveza y harta bala (1987), La joven que subió al cielo (1988), Señores destos reynos (1994) y Cuzco después del amor (2003). Su última novela titulada Asesinato en la Gran Ciudad del Cuzco, es la historia de una de las familias más poderosas de la antigua capital del incanato, a comienzos del siglo XVIII, una época en la que se perfilan los rasgos esenciales del Perú de hoy. [Revista Somos]
Con Bartolomé de la Moneda, el minero extremeño que cansado de recorrer inútilmente el Alto Perú en busca de un nuevo Potosí había recalado hacía unos meses en Cuzco, don Rodrigo encontró muy rápido un lenguaje común. Todas las esperanzas de ese hombre maduro y de tez curtida por los fríos estaban puestas en un mineral que había hallado en el Senca, una de las montañas que dominaba la ciudad. Obligado por las urgencias de las que nunca estaba libre, había cometido el error, sin embargo, de asociarse con don Diego de Esquivel sin tomar la precaución de firmar un contrato.
–¡Reconozco que fui un tonto! –se abrió el minero al corregidor desde el primer encuentro que tuvieron en el despacho de este–. En mi oficio, lo primero que aprende uno es a desconfiar hasta de su sombra, pero por alguna razón en la palabra de don Diego creí desde el primer instante. Sería porque se mostró ya no generoso sino magnánimo conmigo en un momento en que todas las personas me habían vuelto las espaldas…
–¿Es mucho el dinero que don Diego le adelantó para la búsqueda del mineral? –preguntó el corregidor.
–Se trata de una suma considerable –respondió el minero tras pensar un poco–, pero que no justifica las pretensiones de don Diego de tomar posesión de las minas y relegarme al papel de dirigir los trabajos de beneficio del mineral…
–¿Y cómo piensa nuestro común amigo justificar sus pretensiones ante la justicia? Porque una cosa es que él quiera apropiarse de esa mina de plata y otra, muy distinta, que le asista el derecho a ello –se interesó don Rodrigo.
–Se está valiendo de la amistad o el miedo que le profesan todo tipo de autoridades. De hecho, como procede en estos casos, yo quise hacer manifestación de mi hallazgo, pero aquí en la ciudad no me fue recibida. Por eso quiero viajar a Lima cuanto antes para salvaguardar mis derechos.
–¿A Lima? Para cuando usted llegué a Los Reyes don Diego ya habrá tomado posesión de la mina de plata –puso en duda don Rodrigo la efectividad del paso que el minero pensaba dar–. La solución sería que yo, como justicia mayor del Cuzco, lo ampare como descubridor y legítimo dueño del mineral…
–¿Está dispuesto Su Señoría a hacer eso? –se alegró sobremanera el minero–. ¿No tiene miedo de enfrentarse a don Diego?
–¡Miedo, ninguno! –respondió tajante el corregidor–. ¡Si no he temblado cuando en una ocasión me vi rodeado, con la pequeña escolta que me acompañaba, de todo un regimiento enemigo, menos voy a hacerlo si me desafía un miserable criollo! Le repito: yo puedo ampararlo como propietario de la mina, pero con una condición…
¿Cuál? –preguntó dubitativo el minero ante la posibilidad de que se tratase de una exigencia que no estaría en condiciones de satisfacer.
–Con la condición de que don Diego no tenga parte alguna en esa empresa, ni siquiera a manera de compensación por el dinero que Vuestra Merced le adeuda. Mi apoyo, en cambio, será recompensado con la quinta parte de los ingresos que genere la mina cuando empiece a producir.
Don Bartolomé de la Moneda no tuvo que pensar mucho para aceptar el pacto que el corregidor le proponía. Don Rodrigo, por su parte, ni bien firmados ante notario los papeles que daban nacimiento a la nueva sociedad, se dedicó por entero a reunir un pequeño contingente de hombres armados con el cual poner en fuga a los casi veinte vigilantes que, según sus informes, don Diego había puesto para resguardar el lugar donde se hallaba el mineral.
–Partiremos mañana ni bien despunte el alba. Además del alguacil mayor y los guardias nos acompañarán treinta hombres –le explicó a don Bartolomé de la Moneda a los pocos días–. Luego de tomar por sorpresa y desarmar a los servidores de don Diego, yo os ampararé ante notario como legítimo dueño del mineral. Por el tiempo que haga falta, mientras la manifestación de la mina sea recibida por las autoridades de Los Reyes, siquiera veinte hombres, al mando de una persona de mi absoluta confianza, se encargarán de brindarle protección.
Los aprestos empezaron antes del amanecer, cuando en el patio de palacio empezaron a congregarse los hombres que el alguacil mayor y Francisco el Patatiesa se habían encargado de reclutar. Hacía más de una semana ya que había dejado de llover, lo cual, según le habían comentado a don Rodrigo, era raro para el mes de febrero. "Ascender hasta la mina con los senderos convertidos en lodazales hubiera resultado difícil", pensó, decidiendo para sus adentros que ese veranillo era sin lugar a dudas una señal de buen augurio.
Montado en el noble alazán que había adquirido a su llegada a Los Reyes para seguir viaje hasta el Cuzco, el corregidor se puso al frente de los casi cuarenta jinetes que finalmente había tenido la precaución de reunir. A su lado marchaban don Bartolomé de la Moneda y don Jerónimo de Losada y un poco más atrás, a manera de escolta, el alguacil mayor y los guardias. Los hombres del Patatiesa, con este a la cabeza, cerraban la cabalgata que, por lo nutrida, despertó a su paso a muchos vecinos que, venciendo el recelo, asomaron las cabezas por las puertas de sus casas para curiosear.
A sugerencia del minero, que conocía la zona al dedillo, dejaron la ciudad no por el camino más corto a la mina, el que llevaba hacia el cerro Sacsayhuamán, sino por el que salía de la parroquia de Santa Ana con dirección a Chinchero. El plan que habían cuidadosamente preparado consistía en dar ese rodeo para ascender al Senca por sus faldas izquierdas y de ese modo evitar el ser avistados por los servidores de los Esquivel.
Don Rodrigo se encontraba de inmejorable humor y no cesaba de intercambiar comentarios con su paisano Jerónimo de Losada, quien había insistido en unirse a la partida a pesar de que el riesgo de que se produjese un enfrentamiento era alto. Bartolomé de la Moneda, en cambio, que se había adelantado al resto, se comportaba con cada vez mayor cautela a medida que se acercaban al lugar donde había descubierto el mineral.
–¡Venciendo esa altura estaremos justo encima de la mina! –explicó el minero a media mañana, cuando llevaban cerca de cuatro horas cabalgando–. Sugiero que desmontemos aquí y que el último trecho lo hagamos a pie, con el mayor sigilo posible.
El corregidor, tras poner a los guardias bajo sus propias órdenes, encomendó al alguacil mayor y al Patatiesa que se dividieran al resto de los hombres y distrajeran la atención de los vigilantes de la mina cuando él estuviese en la retaguardia de ellos.
–De ser posible, háganse perseguir, pero dirigiéndose unos hacia el este y los otros en dirección contraria. Eso los dispersará y cuando yo ataque ya no podrán juntarse de nuevo y no les quedará más remedio que rendirse uno a uno.
Ese empinado trecho que hubo que subir para ganar la altura fue suficiente para que don Rodrigo se quedara sin aliento. Quizás por eso no notó que Bartolomé de la Moneda , que se había vuelto a adelantar, había soltado a su caballo y se había quedado petrificado. Fue una imprecación soltada por don Jerónimo de Losada la que hizo alzar la vista al corregidor.
–¡La puta que lo parió! –maldijo también él al descubrir, a unos cincuenta pasos, a don Diego de Esquivel mirándolo con sorna desde encima de su caballo. El gran número de jinetes que lo acompañaban, un centenar o más, hacía que cualquier intento de atacar resultase descabellado–. ¡Cómo demonios se enteró de nuestros planes! ¡Voy a arrancarle la lengua con mis propias manos al hijo de perra delator!
–¡Mire, Su Señoría! –le señaló don Jerónimo, con un leve movimiento de cabeza, algo que estaba al extremo de esa explanada dominada por los hombres de don Diego.
El corregidor, haciendo visera con una mano para protegerse de la luz del sol, miró en esa dirección y, por primera vez en muchísimo tiempo, sintió miedo por su vida.
–Por lo visto se está preguntando quién ha mandado a levantar ese cadalso –llamó de pronto su atención don Diego de Esquivel, que se había acercado casi hasta donde él estaba, sin más resguardo que el que le brindaba Anselmo, su criado de confianza–. Pues yo, como corregidor de Calca. Ese cadalso se encuentra en mi jurisdicción y la mina que hemos descubierto con mi ex socio, dicho sea de paso, también –acotó, cazurro, el criollo.
Don Rodrigo, que observaba pasmado como a lo largo de la sinuosa línea que dibujaba la cumbre de la montaña se iban apostando centenares de indios, tardó en reaccionar.
–¿Su jurisdicción? ¿La del corregimiento de Calca? Estamos a tan solo tres leguas del Cuzco. Cualquier persona sabe que el corregimiento de Calca empieza mucho más allá de esta y de la siguiente cadena de montañas –trató de sobreponerse y de plantarle cara a su enemigo.
–Veo que Su Señoría, a pesar de los meses que lleva aquí, sigue sin comprender la geografía del lugar. ¿Tal vez usted, don Bartolomé, pueda explicarle en qué jurisdicción se encuentra el mineral? –clavó don Diego en el minero una mirada acerada.
–En… en… en el corregimiento de Calca… –tartamudeó el extremeño.
–En el de Calca, efectivamente… –reiteró don Diego con aire distraído–. Me corresponde a mí pues administrar los actos de justicia y para eso he preparado esa horca… No, no, no tiene usted por qué temer, don Bartolomé –se dirigió de nuevo al minero, que de verdad había perdido el color del rostro–. Estoy seguro de que esta vez no se negará a firmar los papeles en que me cede los derechos de posesión de la mina a cambio de la enorme suma de dinero que le he adelantado… El agravio que pienso castigar con la horca es el cometido por este insolente contra la persona de doña Leandra Pineda… A menos, claro, que este guampo malnacido pida disculpas delante de todos nosotros a esa dama cuzqueña a la que nunca debió faltarle el respeto…
Don Rodrigo, que no terminaba de creer que alguien se estuviese atreviendo a ensuciar su honra de esa manera, llevó instintivamente la mano a la espada. No pudo desenvainar, sin embargo, porque don Jerónimo de Losada le sujetó con todas sus fuerzas la muñeca.
–Eso es lo que este perro quiere, Su Señoría… –le dijo el comerciante al oído–. ¡Para así matarnos a todos! ¡Déjeme hablar a mí!
El corregidor, resoplando como un fuelle por la ira, a punto estuvo de hacer a un lado a su paisano de un empujón, pero se contuvo en el último instante. Nunca había temblado si de defender su honor se trataba, pero lo que estaba ocurriendo en ese momento escapaba definitivamente a su entendimiento y empezaba a parecerle absolutamente irreal: ¡que un miserable criollo se atreviese a desafiar la autoridad del Rey!, ¡que centenares de indios armados con palos y hondas hubiesen formado un ejército para apoyarlo!, ¡que una horca esperase por él en una cumbre solitaria donde no crecía un solo árbol y solo abundaba la paja brava!, ¡que a una chola, una india casi, hubiese que tratarla igual que a una dama! Don Rodrigo, sintiendo que la cabeza le daba vueltas, tuvo que apoyarse en don Jerónimo para no caerse…
–¡Al parecer me ha atacado el mal de altura! –se disculpó en un susurro–. ¡Haga usted lo que mejor le parezca!
Jerónimo de Losada esperó un momento a que el corregidor se repusiera y, cuando notó que ya no necesitaba ayuda para tenerse en pie, dio un paso adelante:
–¡Su Señoría está dispuesto a disculparse con la dama que Vuestra Merced menciona! ¡Díganos el lugar y la hora!
Don Diego de Esquivel, sin darse el trabajo de responder, hizo una señal con la mano y al poco rato los jinetes que lo acompañaban y que formaban un compacto semicírculo se abrieron para dejar pasar a Leandra Pineda. Montaba la mestiza una hermosa yegua negra y lo hacía con una soltura que terminó de desconcertar a don Rodrigo.
* Publicado en el sabatino semanario Somos del diario El Comercio el 17 de febrero del 2007.