En torno a la posmodernidad y la muerte del posmodernismo
Incluyo a continuación un ensayo de Martín Rodríguez-Gaona (que da título a este post) publicado como parte del dossier dedicado al crítico y teórico marxista estadounidense Fredric Jameson en Riff-Raff: revista de pensamiento y cultura (Nº 33, 2007, págs. 97-102). Rodríguez-Gaona acaba de ofrecer a su vez un adelanto de su aún inédito cuarto poemario Madrid, línea circular en Las afinidades electivas (la versión española de Urbanotopía) y en el reciente número 28 de Lienzo.
Nada ha cambiado en las calles, ni en las universidades ni en los televisores. Una generación se viste de acuerdo a las recomendaciones del Corte Inglés, otra incrementa su colección de manga o hentai, e insiste en depurar su clínica ironía –o el buen rollo-, mientras come kebabs y, con un ipod, huye del fútbol y la prensa del corazón. Nadie sabe qué pensar frente a los sucesos que se repiten hace ya varios años: incendios petroleros o forestales, escándalos inmobiliarios, despidos intempestivos y trepidantes viajes en yates y pateras. En los cursos de verano se celebra el aniversario de un gran poeta, muerto en extrañas circunstancias. Los partidos políticos preparan sus baterías para discutir, en los noticiarios, por lo que esté más a tiro.
De alguna manera, los ciudadanos de a pie constatan, día a día -pese a que el concepto rara vez se haga explícito- que la posmodernidad es un hecho. Los egresados de empresariales buscan un posible destino para becas en comercio exterior: hay que elegir entre Eslovenia y Marruecos, Bélgica o China. En Lavapiés, la solución al casticismo y al problema de la inmigración resulta espontánea: en las fiestas de la Paloma niñas ecuatorianas bailan en trajes goyescos. El posmodernismo puede ser definido también como la conciliación de la decoración minimalista y el jardín zen, sumando algunas velas aromáticas, según la tienda favorita de la treintañera becaria, que ha descubierto hace poco que Gwyneth Paltrow tiene una película sobre Sylvia Plath, 'poeta suicida inglesa'. En internet los escritores emergentes conversan y conspiran, muestran su fascinación por Foucault, Lacan y Baudrillard, y comentan acaloradamente las desventuras y los aciertos en las novelas de Douglas Coupland y Bret Easton Ellis, proponiendo también, mediante largos intercambios, nombres y taxonomías para evaluar sus propias propuestas... pero, pese a todo, no hay optimismo. No hay respuestas, salvo la constatación de una crisis: conviviendo en la mutación de la cultura en las sociedades postindustriales.
La posmodernidad, como fenómeno social, parece cada vez más desligada de los discursos y las propuestas estéticas que se asociaron con el posmodernismo, nombre que cobijó a la mayoría de las producciones que, en cinco continentes, han sido determinantes para las artes, la literatura y la cultura popular de los últimos años. La brecha entre la vida cotidiana, en cualquier rincón del planeta, y las aproximaciones teóricas para comprender los cambios de sensibilidad sufridos en un frenético fin de siglo, parece ser insalvable. Un sentido de agotamiento se suma al de futilidad, y no es simplemente una cuestión de tono lo que separa el escepticismo inicial -que se propuso como emblema generacional a inicios de los noventa- de la sensación de impotencia que impregna la creatividad o la cotidianidad de todos aquellos que hoy deciden no desempeñarse en función del reconocimiento o del éxito comercial más inmediato y masivo.
Un aspecto peligroso del debate posmoderno ha sido la homogenización derivada de un discurso relativizado -tanto ética como estéticamente- surgido en torno a la indeterminación y la diferencia. Un relativismo muy sugerente que ha significado una gran libertad creativa, forjando un clima propicio para la experimentación, la integración de las artes y la exploración de nuevos medios y protagonistas. Sin embargo, esta diversidad que a veces es notable por su energía, abiertamente reconoce una inevitable dependencia de la sociedad de consumo, lo que ha terminado por marcar la producción artística de las últimas décadas de un peculiar determinismo de mercado.
Pese a que el discurso posmoderno ofrece algunos espacios para la resistencia -lo que en sus versiones más masivas se concede como el predominio de lo políticamente correcto y la representatividad por cuotas, la tolerancia y la curiosidad frente a lo lejano, lo ajeno- el escaso calado de esas disidencias -incluso en la articulación de asociaciones culturales o colectivos- no hace sino más visible el clima general de escepticismo, trivialidad y apatía derivado de un relativismo moral por completo afín al liberalismo económico. Parece evidente que dichas loables alternativas, en términos prácticos y en su estado actual, no sólo han sido insuficientes, sino que han contribuido involuntariamente a consolidar un escenario cada vez más enrarecido.
Hasta hace poco se podía pensar que en la pugna entre una concepción del mundo que acababa y otra que estaba en marcha, el balance para la segunda no era del todo negativo. Las críticas a la modernidad y al proyecto ilustrado eran ciertas: dos guerras mundiales, la insatisfacción de las sociedades desarrolladas y el hambre en el Tercer Mundo lo demostraban sin lugar a dudas. Pero la contundencia de los hechos -la violencia militar surgida a partir de la caída de las Torres Gemelas- ha cambiado definitivamente este panorama. Con sus múltiples facetas, muchas aún sugerentes e imprescindibles para interpretar los cambios en un escenario globalizado, el posmodernismo filosófico y sus proyecciones artísticas facilitaron también una vía al pensamiento único: el de un nuevo fundamentalismo, el económico.
Apuntes sobre una desaparición anunciada
EN TORNO A LA POSMODERNIDAD Y LA MUERTE DEL POSMODERNISMO
Por Martín Rodríguez-Gaona
Por Martín Rodríguez-Gaona
Nada ha cambiado en las calles, ni en las universidades ni en los televisores. Una generación se viste de acuerdo a las recomendaciones del Corte Inglés, otra incrementa su colección de manga o hentai, e insiste en depurar su clínica ironía –o el buen rollo-, mientras come kebabs y, con un ipod, huye del fútbol y la prensa del corazón. Nadie sabe qué pensar frente a los sucesos que se repiten hace ya varios años: incendios petroleros o forestales, escándalos inmobiliarios, despidos intempestivos y trepidantes viajes en yates y pateras. En los cursos de verano se celebra el aniversario de un gran poeta, muerto en extrañas circunstancias. Los partidos políticos preparan sus baterías para discutir, en los noticiarios, por lo que esté más a tiro.
De alguna manera, los ciudadanos de a pie constatan, día a día -pese a que el concepto rara vez se haga explícito- que la posmodernidad es un hecho. Los egresados de empresariales buscan un posible destino para becas en comercio exterior: hay que elegir entre Eslovenia y Marruecos, Bélgica o China. En Lavapiés, la solución al casticismo y al problema de la inmigración resulta espontánea: en las fiestas de la Paloma niñas ecuatorianas bailan en trajes goyescos. El posmodernismo puede ser definido también como la conciliación de la decoración minimalista y el jardín zen, sumando algunas velas aromáticas, según la tienda favorita de la treintañera becaria, que ha descubierto hace poco que Gwyneth Paltrow tiene una película sobre Sylvia Plath, 'poeta suicida inglesa'. En internet los escritores emergentes conversan y conspiran, muestran su fascinación por Foucault, Lacan y Baudrillard, y comentan acaloradamente las desventuras y los aciertos en las novelas de Douglas Coupland y Bret Easton Ellis, proponiendo también, mediante largos intercambios, nombres y taxonomías para evaluar sus propias propuestas... pero, pese a todo, no hay optimismo. No hay respuestas, salvo la constatación de una crisis: conviviendo en la mutación de la cultura en las sociedades postindustriales.
La posmodernidad, como fenómeno social, parece cada vez más desligada de los discursos y las propuestas estéticas que se asociaron con el posmodernismo, nombre que cobijó a la mayoría de las producciones que, en cinco continentes, han sido determinantes para las artes, la literatura y la cultura popular de los últimos años. La brecha entre la vida cotidiana, en cualquier rincón del planeta, y las aproximaciones teóricas para comprender los cambios de sensibilidad sufridos en un frenético fin de siglo, parece ser insalvable. Un sentido de agotamiento se suma al de futilidad, y no es simplemente una cuestión de tono lo que separa el escepticismo inicial -que se propuso como emblema generacional a inicios de los noventa- de la sensación de impotencia que impregna la creatividad o la cotidianidad de todos aquellos que hoy deciden no desempeñarse en función del reconocimiento o del éxito comercial más inmediato y masivo.
Un aspecto peligroso del debate posmoderno ha sido la homogenización derivada de un discurso relativizado -tanto ética como estéticamente- surgido en torno a la indeterminación y la diferencia. Un relativismo muy sugerente que ha significado una gran libertad creativa, forjando un clima propicio para la experimentación, la integración de las artes y la exploración de nuevos medios y protagonistas. Sin embargo, esta diversidad que a veces es notable por su energía, abiertamente reconoce una inevitable dependencia de la sociedad de consumo, lo que ha terminado por marcar la producción artística de las últimas décadas de un peculiar determinismo de mercado.
Pese a que el discurso posmoderno ofrece algunos espacios para la resistencia -lo que en sus versiones más masivas se concede como el predominio de lo políticamente correcto y la representatividad por cuotas, la tolerancia y la curiosidad frente a lo lejano, lo ajeno- el escaso calado de esas disidencias -incluso en la articulación de asociaciones culturales o colectivos- no hace sino más visible el clima general de escepticismo, trivialidad y apatía derivado de un relativismo moral por completo afín al liberalismo económico. Parece evidente que dichas loables alternativas, en términos prácticos y en su estado actual, no sólo han sido insuficientes, sino que han contribuido involuntariamente a consolidar un escenario cada vez más enrarecido.
Hasta hace poco se podía pensar que en la pugna entre una concepción del mundo que acababa y otra que estaba en marcha, el balance para la segunda no era del todo negativo. Las críticas a la modernidad y al proyecto ilustrado eran ciertas: dos guerras mundiales, la insatisfacción de las sociedades desarrolladas y el hambre en el Tercer Mundo lo demostraban sin lugar a dudas. Pero la contundencia de los hechos -la violencia militar surgida a partir de la caída de las Torres Gemelas- ha cambiado definitivamente este panorama. Con sus múltiples facetas, muchas aún sugerentes e imprescindibles para interpretar los cambios en un escenario globalizado, el posmodernismo filosófico y sus proyecciones artísticas facilitaron también una vía al pensamiento único: el de un nuevo fundamentalismo, el económico.
Apuntes sobre una desaparición anunciada
Dentro de la mentalidad capitalista, los objetos, los individuos y las ideas dejan de existir simplemente cuando no brindan más beneficios. El posmodernismo, desde el año 2002 aproximadamente, ha dejado de ser útil: su misión está cumplida, dentro de la agenda cultural del capitalismo tardío. El cuestionamiento posmoderno de la razón instrumental significó, antes que cualquier aportación estilística, crítica o liberadora, la instrumentalización de la teoría en beneficio del Nuevo Orden Mundial.
Nadie se sorprenda de no recordar propuestas abiertamente totalitarias u oscuras (más allá del sensacionalismo de Baudrillard, las provocaciones nihilistas de Foucault o la impudicia de Fukuyama), pues la función del posmodernismo ha sido tan sutil como efectiva, dentro de lo que podría denominarse como una política de desinformación global. Curiosamente, aquel momento en el que la eficacia pragmática legitima el conocimiento aplicado (sea en los manuales técnicos, el libro de autoayuda o la literatura de entretenimiento) coincide con el del furor editorial y académico que internacionalizó el debate posmoderno. Así, el posmodernismo y el posestructuralismo, en la confusión de la pluralidad de sus discursos, nunca representaron un desafío y, mas bien, fueron rentables e inocuos para la economía globalizada: producían un efecto sedante similar al de la televisión, en una versión dirigida a un público minoritario y más imaginativamente sensible. El posmodernismo siempre tuvo el atractivo de lo inasible, dentro y fuera de las universidades, y supo proporcionar un rasgo de distinción, un signo diferenciador, tan necesario para la reivindicación simbólica de las clases medias. Y esto se puede percibir de igual forma en sus versiones audiovisuales o académicas como al visitar un museo o un restaurante de diseño.
El posmodernismo, ya se sabe, fue el reino de la paradoja, el pastiche, la ironía y el fluir libre de significantes y significados. Aunque en su proyecto se pretendía potenciar la importancia de lo concreto frente a lo abstracto, de lo local frente a lo universal, emancipando así al cuerpo de ataduras y convencionalismos históricos o morales, en la práctica muchos de sus autores potenciaron un tipo de alienación tan poderosa, tan cerebral, que la realidad misma terminó siendo un asunto irrelevante. Los poetas del posmodernismo -Foucault y Baudrillard, pero también Derrida o Lacan- son forjadores de nuevos grandes relatos que se impusieron por su poder de sugerencia, por sus habilidades para fundar nuevos mitos, repitiendo los patrones de dominación (relaciones centro-periferia) que supuestamente criticaban: un discurso articulado desde puntos privilegiados de las sociedades avanzadas, pero que buscaba proyección en escenarios globales.
Es cierto que las críticas y las refutaciones al posmodernismo han sido paralelas a su crecimiento -desde las advertencias del propio Frederic Jameson y el abierto rechazo de Jurgen Habermas, hasta su poco entusiasta calado en las pensadoras feministas o, ya en otro plano, el activismo cívico global de Noam Chomsky- pero lo que escasamente se ha señalado es que toda la producción intelectual de finales del siglo XX ha sido canalizada hacia la consolidación de un debate tan atractivo como interminable, cuya finalidad puede haber sido distraer o despolitizar a aquellos sectores aún renuentes a una seducción por el consumo. Si esto es meramente una hipótesis, al menos una prueba de la futilidad del debate sería el aún persistente uso del término moderno, en la vida cotidiana, para referirse a algo positivo, nuevo o recientemente elaborado, o aquellos ciudadanos que, de otra parte, reconociéndose en signos y prácticas posmodernas, difícilmente logran atisbar una definición del concepto.
Recordemos que en una apropiación típica del capitalismo, las universidades estadounidenses han tenido participación activa en este proceso. Centros de estudios como Cornell, Yale y Columbia acogieron a Paul De Man, Jacques Derrida y Gayatri Spivak, quienes contribuyeron a la metamorfosis del discurso posestructuralista y su posterior aplicación en el multiculturalismo, en búsqueda de un bálsamo para el contexto social estadounidense, en crisis desde los años sesenta. Logrando apaciguar a las minorías, manteniéndolas en compartimentos incomunicados, y además proporcionando identidades diferenciadas y rentables para el mercado, el remedio parecía contentar a todos. Ese atractivo fue rápidamente potenciado por los medios de comunicación, que a través de la música y el cine irradiaron los productos que la nueva sensibilidad proponía a nivel planetario. Y la potencia, y la legitimidad del discurso se seguía construyendo, con el invalorable apoyo de los intelectuales del Tercer Mundo, sin otra opción laboral que la Academia estadounidense, quienes finalmente se encargarían de propagar el discurso en sus zonas de influencia.
A pesar de gestos concretos, como la confrontación entre Derrida y Fukuyama -cuando la prédica neoliberal de este último no mostraba aún indicios de mala conciencia-, el error de los pensadores posestructuralistas y posmodernos consistió en no aplicar sus teorías a un debate económico. Se comprende esto quizá por su rechazo al pensamiento marxista, agotado ciertamente en sus versiones dogmáticas, ortodoxas y cómplices de regímenes asesinos, pero tampoco ninguno de ellos intuyó, quizá porque pese a todo mantenían una visión eurocéntrica, la relevancia que la globalización tendría para su propio discurso. Una mundialización de los mercados y de la cultura que, ante todo, es un fenómeno de naturaleza económica y geopolítica, y que fue clave en la difusión y la institucionalización de sus ideas.
Es decir, una vez que Margaret Thatcher y Ronald Reagan imponen al consumo como el paradigma que resuelve un largo periodo de crisis, el posmodernismo se convierte en la ansiada alternativa, multifacética pero única, puesta a disposición tanto de quienes cedían a la tentación de los nuevos mercados –y sus innovadores lenguajes o tecnologías- como para aquellos que anhelaban un reciclaje ideológico tras la caída del muro. Así se popularizaron objetos e ideas de variados tamaños y colores, globalizando términos -tecnología digital, worldwideweb, diversidad, mestizaje, diferencia, alternativo, desaparición de las fronteras nacionales, etc.- pero siempre adaptándolos a los propósitos de la economía de mercado.
Otra forma de corroborar el fin de, al menos, esta fase 'desideologizada' del posmodernismo ha sido su propio éxito como corriente o movimiento. El desgaste es claro desde la observación de la banalización de sus problemáticas y rasgos estilísticos, también ya asimilados y transformados en retórica. Pese a que, prácticamente por su propia concepción antihistoricista y antijerárquica, quizá nunca sea posible establecer un canon o una antología de obras posmodernas internacionales, parece indudable que las manifestaciones más influyentes del posmodernismo, en lo que respecta a difusión y consumo, valores supremos que reconoce el mercado, son dos documentos textualmente importantes y estéticamente insufribles como Matrix y El código Da Vinci: la hiperrealidad y la deconstrucción al alcance del instinto de las mayorías; distopías y conspiraciones comprensibles en todos los idiomas y culturas del planeta. Tarkovski y Eco, desde esta perspectiva, habrían sido homenajeados y al mismo tiempo superados en buena ley.
Sin embargo, el aspecto más grave del colapso del posmodernismo es el desvanecimiento de aquellos conceptos que se proponían como una alternativa socialmente practicable en sustitución a la ética esencialista y a la noción de ciudadanía del proyecto ilustrado. La acción militar occidental en Oriente Medio comprueba que la diferencia ha sido efectivamente diferida hasta que lleguen tiempos mejores, que el Otro insiste en devolvernos una imagen brutal de nosotros mismos, y que la resistencia no surge con éxito siempre que se ejerce el poder, sobre todo en enfrentamientos desproporcionados. Es decir, el neoconservadurismo en Estados Unidos ha decretado el fin de la tolerancia, por lo que el lenguaje de la legalidad internacional ha quedado sin referentes, y no sólo se debe asumir la monstruosidad de los hechos, sino la interpretación tendenciosa de los mismos, mediante la manipulación informativa construida por los medios de comunicación. Quizá nunca la ausencia de verdad haya sido más palpable. Algo que excede las arenas artísticas o políticas: las iglesias protestantes del país continente organizan actualmente seminarios con títulos como "Deseando a Dios en los tiempos posmodernos".
Paradójicamente, desde una orilla completamente distinta, el desfase entre textos e imágenes y la realidad sensible, experimentado en pocos años sucesivamente en Madrid, París, Bagdad o Beirut, se va haciendo intolerable, y es evidente que no sólo son síntomas de dolor psíquico, miedo a la precariedad laboral, estrés o alienación. Las nuevas tecnologías y su aplicación cotidiana mediante bitácoras de texto e imagen van creando un flujo de opiniones en el que se percibe el malestar y la indignación globales. Es un fenómeno incipiente pero crucial, pues ha dinamizado tremendamente la distribución, que sigue siendo la raíz de la desigualdad en las transacciones capitalistas. Por el momento, uno de los debates más urgentes es el que busca mantener el libre acceso y la independencia de estos medios de expresión e intercambio (v.g. las plataformas free software y creative commons). Así, mientras la posmodernidad como fenómeno social es cada vez más cotidiana, en el uso individual de las tecnologías y en la interconexión comunicativa que difumina las fronteras nacionales, el posmodernismo, como discurso distanciado, irónico o celebratorio, en el mejor de los casos, agoniza.
No obstante, el reconocer las carencias del discurso posmoderno, desde la actual coyuntura, no significa la refutación o la negación de sus contribuciones. El posmodernismo introdujo la sospecha, la curiosidad y el contraste de perspectivas y, sobre todo, masificó estos cuestionamientos, antes circunscritos a especialistas científicos o políticos. Ahora probablemente sea el momento de darle un sentido a estos planteamientos, quizá en la forma de un nuevo humanismo que supere imposturas e intereses inmemoriales, y tenga una auténtica proyección global, democrática y participativa.
En esta línea de acción, las aportaciones filosóficas de pensadores como Lyotard, Deleuze y Derrida podrán ser aún valiosas pero -al igual que con los productos artísticos y mediáticos surgidos en su espectro discursivo- tras haber sido sometidas a una urgente revisión (al fin y al cabo, el término nunca tuvo el consenso de sus protagonistas). Existe, todo parece indicar, la necesidad y el espacio para un acercamiento más contextual -que supere tanto la ansiedad de la pertenencia histórica como la prepotencia del mercado- en el que ideas y técnicas innovadoras logren aprovecharse en la apertura de una etapa en que sea posible el anhelo y la articulación de identidades múltiples, locales y transnacionales. Una vía que incluya tanto el goce y la realización individual como la elección de responsabilidades cívicas.
En la foto: Martín Rodríguez-Gaona en casa de Fernando Pessoa en Lisboa. Esquina inferior izquierda, Jameson.
Nadie se sorprenda de no recordar propuestas abiertamente totalitarias u oscuras (más allá del sensacionalismo de Baudrillard, las provocaciones nihilistas de Foucault o la impudicia de Fukuyama), pues la función del posmodernismo ha sido tan sutil como efectiva, dentro de lo que podría denominarse como una política de desinformación global. Curiosamente, aquel momento en el que la eficacia pragmática legitima el conocimiento aplicado (sea en los manuales técnicos, el libro de autoayuda o la literatura de entretenimiento) coincide con el del furor editorial y académico que internacionalizó el debate posmoderno. Así, el posmodernismo y el posestructuralismo, en la confusión de la pluralidad de sus discursos, nunca representaron un desafío y, mas bien, fueron rentables e inocuos para la economía globalizada: producían un efecto sedante similar al de la televisión, en una versión dirigida a un público minoritario y más imaginativamente sensible. El posmodernismo siempre tuvo el atractivo de lo inasible, dentro y fuera de las universidades, y supo proporcionar un rasgo de distinción, un signo diferenciador, tan necesario para la reivindicación simbólica de las clases medias. Y esto se puede percibir de igual forma en sus versiones audiovisuales o académicas como al visitar un museo o un restaurante de diseño.
El posmodernismo, ya se sabe, fue el reino de la paradoja, el pastiche, la ironía y el fluir libre de significantes y significados. Aunque en su proyecto se pretendía potenciar la importancia de lo concreto frente a lo abstracto, de lo local frente a lo universal, emancipando así al cuerpo de ataduras y convencionalismos históricos o morales, en la práctica muchos de sus autores potenciaron un tipo de alienación tan poderosa, tan cerebral, que la realidad misma terminó siendo un asunto irrelevante. Los poetas del posmodernismo -Foucault y Baudrillard, pero también Derrida o Lacan- son forjadores de nuevos grandes relatos que se impusieron por su poder de sugerencia, por sus habilidades para fundar nuevos mitos, repitiendo los patrones de dominación (relaciones centro-periferia) que supuestamente criticaban: un discurso articulado desde puntos privilegiados de las sociedades avanzadas, pero que buscaba proyección en escenarios globales.
Es cierto que las críticas y las refutaciones al posmodernismo han sido paralelas a su crecimiento -desde las advertencias del propio Frederic Jameson y el abierto rechazo de Jurgen Habermas, hasta su poco entusiasta calado en las pensadoras feministas o, ya en otro plano, el activismo cívico global de Noam Chomsky- pero lo que escasamente se ha señalado es que toda la producción intelectual de finales del siglo XX ha sido canalizada hacia la consolidación de un debate tan atractivo como interminable, cuya finalidad puede haber sido distraer o despolitizar a aquellos sectores aún renuentes a una seducción por el consumo. Si esto es meramente una hipótesis, al menos una prueba de la futilidad del debate sería el aún persistente uso del término moderno, en la vida cotidiana, para referirse a algo positivo, nuevo o recientemente elaborado, o aquellos ciudadanos que, de otra parte, reconociéndose en signos y prácticas posmodernas, difícilmente logran atisbar una definición del concepto.
Recordemos que en una apropiación típica del capitalismo, las universidades estadounidenses han tenido participación activa en este proceso. Centros de estudios como Cornell, Yale y Columbia acogieron a Paul De Man, Jacques Derrida y Gayatri Spivak, quienes contribuyeron a la metamorfosis del discurso posestructuralista y su posterior aplicación en el multiculturalismo, en búsqueda de un bálsamo para el contexto social estadounidense, en crisis desde los años sesenta. Logrando apaciguar a las minorías, manteniéndolas en compartimentos incomunicados, y además proporcionando identidades diferenciadas y rentables para el mercado, el remedio parecía contentar a todos. Ese atractivo fue rápidamente potenciado por los medios de comunicación, que a través de la música y el cine irradiaron los productos que la nueva sensibilidad proponía a nivel planetario. Y la potencia, y la legitimidad del discurso se seguía construyendo, con el invalorable apoyo de los intelectuales del Tercer Mundo, sin otra opción laboral que la Academia estadounidense, quienes finalmente se encargarían de propagar el discurso en sus zonas de influencia.
A pesar de gestos concretos, como la confrontación entre Derrida y Fukuyama -cuando la prédica neoliberal de este último no mostraba aún indicios de mala conciencia-, el error de los pensadores posestructuralistas y posmodernos consistió en no aplicar sus teorías a un debate económico. Se comprende esto quizá por su rechazo al pensamiento marxista, agotado ciertamente en sus versiones dogmáticas, ortodoxas y cómplices de regímenes asesinos, pero tampoco ninguno de ellos intuyó, quizá porque pese a todo mantenían una visión eurocéntrica, la relevancia que la globalización tendría para su propio discurso. Una mundialización de los mercados y de la cultura que, ante todo, es un fenómeno de naturaleza económica y geopolítica, y que fue clave en la difusión y la institucionalización de sus ideas.
Es decir, una vez que Margaret Thatcher y Ronald Reagan imponen al consumo como el paradigma que resuelve un largo periodo de crisis, el posmodernismo se convierte en la ansiada alternativa, multifacética pero única, puesta a disposición tanto de quienes cedían a la tentación de los nuevos mercados –y sus innovadores lenguajes o tecnologías- como para aquellos que anhelaban un reciclaje ideológico tras la caída del muro. Así se popularizaron objetos e ideas de variados tamaños y colores, globalizando términos -tecnología digital, worldwideweb, diversidad, mestizaje, diferencia, alternativo, desaparición de las fronteras nacionales, etc.- pero siempre adaptándolos a los propósitos de la economía de mercado.
Otra forma de corroborar el fin de, al menos, esta fase 'desideologizada' del posmodernismo ha sido su propio éxito como corriente o movimiento. El desgaste es claro desde la observación de la banalización de sus problemáticas y rasgos estilísticos, también ya asimilados y transformados en retórica. Pese a que, prácticamente por su propia concepción antihistoricista y antijerárquica, quizá nunca sea posible establecer un canon o una antología de obras posmodernas internacionales, parece indudable que las manifestaciones más influyentes del posmodernismo, en lo que respecta a difusión y consumo, valores supremos que reconoce el mercado, son dos documentos textualmente importantes y estéticamente insufribles como Matrix y El código Da Vinci: la hiperrealidad y la deconstrucción al alcance del instinto de las mayorías; distopías y conspiraciones comprensibles en todos los idiomas y culturas del planeta. Tarkovski y Eco, desde esta perspectiva, habrían sido homenajeados y al mismo tiempo superados en buena ley.
Sin embargo, el aspecto más grave del colapso del posmodernismo es el desvanecimiento de aquellos conceptos que se proponían como una alternativa socialmente practicable en sustitución a la ética esencialista y a la noción de ciudadanía del proyecto ilustrado. La acción militar occidental en Oriente Medio comprueba que la diferencia ha sido efectivamente diferida hasta que lleguen tiempos mejores, que el Otro insiste en devolvernos una imagen brutal de nosotros mismos, y que la resistencia no surge con éxito siempre que se ejerce el poder, sobre todo en enfrentamientos desproporcionados. Es decir, el neoconservadurismo en Estados Unidos ha decretado el fin de la tolerancia, por lo que el lenguaje de la legalidad internacional ha quedado sin referentes, y no sólo se debe asumir la monstruosidad de los hechos, sino la interpretación tendenciosa de los mismos, mediante la manipulación informativa construida por los medios de comunicación. Quizá nunca la ausencia de verdad haya sido más palpable. Algo que excede las arenas artísticas o políticas: las iglesias protestantes del país continente organizan actualmente seminarios con títulos como "Deseando a Dios en los tiempos posmodernos".
Paradójicamente, desde una orilla completamente distinta, el desfase entre textos e imágenes y la realidad sensible, experimentado en pocos años sucesivamente en Madrid, París, Bagdad o Beirut, se va haciendo intolerable, y es evidente que no sólo son síntomas de dolor psíquico, miedo a la precariedad laboral, estrés o alienación. Las nuevas tecnologías y su aplicación cotidiana mediante bitácoras de texto e imagen van creando un flujo de opiniones en el que se percibe el malestar y la indignación globales. Es un fenómeno incipiente pero crucial, pues ha dinamizado tremendamente la distribución, que sigue siendo la raíz de la desigualdad en las transacciones capitalistas. Por el momento, uno de los debates más urgentes es el que busca mantener el libre acceso y la independencia de estos medios de expresión e intercambio (v.g. las plataformas free software y creative commons). Así, mientras la posmodernidad como fenómeno social es cada vez más cotidiana, en el uso individual de las tecnologías y en la interconexión comunicativa que difumina las fronteras nacionales, el posmodernismo, como discurso distanciado, irónico o celebratorio, en el mejor de los casos, agoniza.
No obstante, el reconocer las carencias del discurso posmoderno, desde la actual coyuntura, no significa la refutación o la negación de sus contribuciones. El posmodernismo introdujo la sospecha, la curiosidad y el contraste de perspectivas y, sobre todo, masificó estos cuestionamientos, antes circunscritos a especialistas científicos o políticos. Ahora probablemente sea el momento de darle un sentido a estos planteamientos, quizá en la forma de un nuevo humanismo que supere imposturas e intereses inmemoriales, y tenga una auténtica proyección global, democrática y participativa.
En esta línea de acción, las aportaciones filosóficas de pensadores como Lyotard, Deleuze y Derrida podrán ser aún valiosas pero -al igual que con los productos artísticos y mediáticos surgidos en su espectro discursivo- tras haber sido sometidas a una urgente revisión (al fin y al cabo, el término nunca tuvo el consenso de sus protagonistas). Existe, todo parece indicar, la necesidad y el espacio para un acercamiento más contextual -que supere tanto la ansiedad de la pertenencia histórica como la prepotencia del mercado- en el que ideas y técnicas innovadoras logren aprovecharse en la apertura de una etapa en que sea posible el anhelo y la articulación de identidades múltiples, locales y transnacionales. Una vía que incluya tanto el goce y la realización individual como la elección de responsabilidades cívicas.
En la foto: Martín Rodríguez-Gaona en casa de Fernando Pessoa en Lisboa. Esquina inferior izquierda, Jameson.