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viernes, octubre 13, 2006

Pamuk, Portocarrero, Faverón y Vargas Llosa

Hoy la sección cultural de El País publica un artículo del Premio Nobel de Literatura 2006 Orhan Pamuk titulado "Todavía me gusta cuando me preguntan para quién escribo". El artículo es, por decirlo así, digno de un Nobel, absolutamente estimulante y con aroma de verdad y sentido común en cada una de sus frases. Copio los últimos dos párrafos:
"Porque todos los escritores tienen un deseo profundo de ser auténticos es por lo que a mí, incluso después de todos estos años, todavía me gusta cuando me preguntan para quién escribo. Pero aunque la autenticidad de un escritor realmente depende de su habilidad para abrir su corazón al mundo en el cual vive, también igualmente depende de su habilidad para entender su propia cambiante posición en ese mundo.
No hay algo así como un lector ideal, libre de intolerancias y liberado de prohibiciones sociales o de mitos nacionales, del mismo modo que no hay algo así como un novelista ideal. Pero la búsqueda de un novelista por el lector ideal, ya sea éste nacional o internacional, comienza con el novelista imaginándolo que existe, y luego escribiendo libros con él en su pensamiento"
.

Del weblog de Gonzalo Portocarrero, incluyo este breve texto suyo sobre la poesía de Domingo de Ramos. "Es necesario un estudio a fondo de este universo poético. En cualquier forma, la primera marca de su poesía es la libertad de su voz. Domingo corre sin miedo hacia los precipicios del sentido. Esta es su apuesta para vislumbrar el territorio de lo humano. El ritmo de su voz es acelerado y decidido. Sus versos parecen atropellarse pues antes que el eco de uno se haya apagado ya está el siguiente. Se genera entonces esa simultaneidad entre lo que se recuerda y lo que ya viene. Estamos suspendidos en un asombro que deja atrás nuestras certezas y que nos abre a lo ignoto", sostiene Portocarrero.
Ayer apareció en la sección cultural de Caretas una entrevista de Jerónimo Pimentel a Gustavo Faverón, a propósito de Toda la sangre, libro suyo que con "un guiño arguediano titula una compilación de ficciones sobre los años de la guerra interna en el Perú". En un tramo de la entrevista, Faverón menciona que "el antropólogo Efraín Morote, padre del jefe senderista Osmán Morote, es recreado en un relato de [Carlos Eduardo] Zavaleta". Destaco esta mención porque me encontraba leyendo esta mañana Historia secreta de una novela, de Mario Vargas Llosa, conferencia suya sobre cómo concibió La casa verde, leída inicialmente en diciembre de 1968 y publicada en 1971. En una parte de la misma, Vargas Llosa se refiere a Efraín Morote, transcribo:
"No quisiera darles la impresión de ser un ingenuo mentenedor de la volteriana teoría del buen salvaje corrompido por la civilización cristiana. La vida en las tribus está lejos de ser arcádica; tengo muy presentes las imágenes de los niños de vientres inflados por los parásitos y la desnutrición, las cabelleras hirvientes de liendres, las mujeres imbecilizadas por el trabajo animal, las escalofriantes estadísticas sobre mortalidad en la Amazonía, las historias de poblaciones diezmadas por un simple catarro. Estoy muy lejos, de otro lado, de compartir esa actitud temible de ciertos antropólogos que quisieran conservar a toda costa, fielmente intacta, la vida 'preshistórica' de las tribus para (como el Lobo a Caperucita Roja) 'estudiarla mejor'. Nada de eso: digo solamente que la solución propuesta por las misioneras al drama aguaruna no era tal, sino una manera de añadir problemas (con abnegada ceguera) a la vida de esa maltratada humanidad.
En la expedición viajaba Efraín Morote Best, profesor de la Universidad de Cusco, que unos años antes había sido Coordinador del Ministerio de Educación en la selva. Su función era supervigilar y ayudar a las escuelas indígenas de la Amazonía. Durante dos años Morote había recorrido prácticamente toda la selva en condiciones muy difíciles. Acompañado a veces por un guía y a veces solo, remontó en canoa los ríos amazónicos, durmiendo donde lo sorprendía la noche, en medio del bosque o en las playas, y alimentándose de lo que los indígenas le ofrecían. Se vanagloriaba de haberse rasurado todos los días durante esos viajes, de no haber cedido nunca a la tentación de adoptar una apariencia de 'aventurero' o 'explorador'. Morote no se había limitado a suministrar materiales de trabajo a los maestros selváticos y a organizar escuelas en las tribus. Folklorista y sociólogo, había estudiado las condiciones de vida en los poblados, sus sistema de trabajo, sus creencias, y recopilado leyendas y canciones. La presencia de Morote Best fue muy útil para nosotros: era una fuente de información invalorable, y, además, gracias a él pudimos charlar con los aguarunas, los huambisas y los shapras, que lo conocían y le tenían confianza. Si en los pocos días que duró nuestro viaje por la selva vimos tanto dolor, resultaba vertiginoso imaginar todo lo que habría visto Morote en sus dos años amazónicos. Pequeñísimo, ceremonioso, viciosamente perfecto en su dicción como todos los intelectuales cusqueños, con unos ojos vivos que delataban su energía, más que inspector de educación Morote había sido en esos dos años un cruzado de las tribus. Los Ministerios de Educación y de Guerra y las prefecturas y sub-prefecturas de la selva habían sido bombardeadas durante esos veinticuatro meses con cartas e informes de Morote denunciando raptos, robos, abusos de autoridad, atentados contra las escuelas. Algunas veces este hombrecito tremebundo (como el hidroavión era minúsculo, cada vez que íbamos a despegar el Dr. Comas alzaba en peso sobre su cabeza a Morote, para que la cola del aparato quedara libre) se había enfrentado personalmente con los autores de los atropellos y, por supuesto, se había ganado enemigos. Había recibido amenazas, había sido advertido que si se acercaba a ciertas regiones sería eliminado. Cuando estábamos en el pueblo aguaruna de Urakusa, llegó un hombre precedente de Santa María de Nieva. Al ver a Morote, dio muestras de una agitación desconcertante, de verdadero terror. Poco después supimos la razón. Las autoridades de ese pueblo habían hecho creer a los aguarunas y huambisas de la región que Morote había sido supliciado por haberse enfrentado a ellas. Habían montado toda una pantomima: hacían oír a los indígenas un programa de radio de Lima, con llantos, gritos y gemidos. '¿Oyen ustedes? Ese hombre que pide auxilio es Morote, lo están matando por haberse metido con nosotros'. Al encontrar a Morote en Urakusa, el hombre creyó hallarse ante un resucitado" (30-33).

PD: Hoy a las 7 pm en el Centro Cultural Inca Garcilaso del Ministerio de Relaciones Exteriores (Ucayali 391, Lima), Roberto Cores inaugura su exposición fotográfica "Pequeñas miradas 5: paseo chalaco". Incluyo aquí una de las fotografías del artista y las palabras de presentación del pintor Fernando de Szyszlo.

En la foto: carátula de Toda la sangre, antología publicada por la editorial Matalamanga.