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jueves, febrero 22, 2007

Ilusionismo, un cuento de Siu Kam Wen

Junto con sus declaraciones incluidas la primera hora de hoy, el escritor Siu Kam Wen envió a su vez este notable cuento suyo, contenido en sus Cuentos Completos, y que ha sido publicado anteriormente en la revista Renacimiento 31-34 (2002) que dirige Fernando Iwasaki en España.

ILUSIONISMO

Trabajo normalmente a solas, pero cuando un arresto es inminente, o cuando es altamente probable un arresto, me llevo al guardia Paiva conmigo.
Gabriel Sánchez vive en un pequeño chalet de dos pisos ubicado en el perímetro sur de Lince, pero su fortuna es considerablemente mayor que la que le atribuye todo el mundo. La fuente más obvia de sus ingresos económicos son una parrilla en el centro de Lima y otra en el corazón de Miraflores, que andan siempre llenas incluso en estos tiempos de vacas flacas; yo mismo he estado un par de veces en la parrilla del centro. Pero en el curso de la investigación se me ha hecho evidente que tiene otras fuentes igualmente o más lucrativas, siendo una de ellas la herencia que su mujer ha recibido de su familia en Rosario.
La primera vez que lo visité, hace cosa de dos años, una cholita con los cachetes todavía rojizas me había abierto la puerta y me había dejado entrar. Esta vez el mismo Gabriel Sánchez viene a abrirnos. No ha cambiado un ápice en los dos años transcurridos: ni una arruga extra en su frente alta y noble, ni una cana nueva en su cabello rubio cenizo, esmeradamente alisado con brillantina líquida. Incluso la calvicie, que deja descubierta y reluciente una media luna en su cráneo, parece haber detenido su avance. Nos acoge con una sonrisa de lado a lado que muestra una hilera doble de dientes blancos y perfectos y nos alarga la mano como si fuéramos amigos suyos, en vez de policías en una visita oficial. El hombre es argentino, aunque radicado por muchos años ya en Lima, y tiene ese carácter extrovertido y bonachón que parecen tener todos los argentinos.
–¿Usted otra vez? –Me reconoce sin problemas, a pesar de que la última vez que me vio fue hace dos años–. Pensé que ese asunto de mi mujer ha sido ya resuelto para la satisfacción de todos los involucrados.
Es alto, por lo menos un metro ochenta y cinco, y tengo que mirar hacia arriba cuando le hablo.
Nos hace pasar a la sala.
–Voy a llamar a mi mujer para que les prepare un café –dice–. ¿Cómo lo quieren? ¿Negro? ¿Con crema?
–Sin crema, por favor. ¿Dónde está esa criada que tuvo hace dos años?
–¿Cuál criada? –Su sorpresa no es fingida: debe haberse deshecho de la muchacha hace tanto tiempo que ya no se acuerda de haberla tenido alguna vez–. Ah, la cholita... La he tenido que despedir pues me robaba la malvada.
Me pregunto si ésa ha sido realmente la razón, o si el motivo ha sido otro. Sánchez no parece percatarse de mi recelo o pretende no darse cuenta de ello. Se ausenta momentáneamente de la sala. En el minuto siguiente los escuchamos a él y a una mujer hablar en la cocina. La voz de la mujer, aunque baja y algo ronca, llega claramente hasta mis oídos. Es una voz familiar: dos años antes he tenido la oportunidad de hablar con la dueña de esa voz, por media hora o más.
La primera vez que visité esta casa ha sido también por motivo de esa mujer. Sus padres, que vivían todavía entonces, en Rosario, no habían oído de ella por cierto tiempo. Hicieron una visita sorpresiva a Lima y se presentaron en la casa sin anunciarse. La hija no se encontraba por ningún lado. Sospechando de que algo muy malo le había pasado y dudando de la explicación que Sánchez les había dado sobre su ausencia, fueron a la Comisaría de Lince a presentar una denuncia. Yo era entonces sólo un alférez imberbe recién salido de la Escuela de Policías. Me asignaron el caso. Sánchez me recibió con la misma naturalidad y candor con que me ha recibido hoy. Su personalidad me sedujo entonces: decidí creer en la explicación que me dio, según la cual su mujer Matilde se había ido a un convento para estar a solas por unos meses y tratar de recuperarse de una seria crisis espiritual. No tuve tiempo ni necesidad de cambiar mi percepción del hombre, pues al cabo de una semana Sánchez se presentó en la Comisaría con su mujer, que, aunque lucía un poco pálida, estaba sin embargo en perfecto estado de salud.
El guardia Paiva, después de echar una mirada a su derredor, se acaba instalándose en el sofá. Yo he preferido seguir de pie y aprovecho la oportunidad para estudiar las fotos que hay en la pared de enfrente: la primera vez no les había prestado la debida atención. Sánchez ha tenido aparentemente una vida de lo más interesante, antes de venirse a Lima a quedarse y dedicarse al negocio de las parrillas. Ha sido un trotamundos. Las fotos lo muestran posándose ante conocidos lugares de atracción turística de alrededor del mundo. Algunas de ellas lo muestran en su oficio de entonces, que parece haber sido múltiple, pues aparece en una con el traje ajustado de un trapecista y el pecho velludo casi desnudo, en otra como el director de circo, y en una tercera con el frac negro de un mago. El circo para el que trabajó parece haber sido el Ringling.
Sánchez reaparece en la sala, con esa deslumbrante sonrisa que parece eterna y que sin duda le ha sido invaluable en su profesión anterior. Su mujer Matilde lo sigue pisándole los talones y trayendo en una bandeja tres tazas de café humeante, las cucharitas y los terrones de azúcar. Como su marido, el paso del tiempo no se nota en esta mujer estatuaria y voluptuosa, todavía joven: está igualita que la última vez que la vi y conversé con ella, dos años atrás, en la Comisaría. La miro casi con ahínco, preguntándome cómo era posible eso. Mientras deja la bandeja en la mesa de centro y nos sirve, me siento al lado del guardia Paiva. Cuando se agachó para alcanzarme la taza, el escote de su vestido se abrió y mostró el comienzo de sus senos de vedette. Pude casi sentir su aliento y su perfume.
–Puedo ver que ha sido muchas cosas en su vida profesional anterior –digo, después de poner tres terrones de azúcar en el café y removiéndolo con la cucharita–. ¿En cuál de ellas se destacó, señor Sánchez: como ringmaster, como trapecista o como mago?

Sánchez se cruza las piernas. Como todos los genios de su tipo, tiene un temperamento nervioso que no le permite permanecer inmóvil por mucho tiempo, incluso sentado. Matilde ha querido dejarnos y volver a la cocina, pero el marido, por una razón que creo ahora adivinar, la ha retenido y le ha hecho instalarse a su lado. Los dos son altos, apuestos, y bien conservados. Juro que me habría dado envidia verlos sentados así, lado a lado, con el brazo de uno sobre los hombros de la otra, si no hubiera sabido mejor.
Si no es inmodestia decirlo, yo era extremadamente bueno en cualquiera de las diferentes facetas de mi carrera artística –dice Sánchez. Y volviéndose hacia su mujer con la ternura de un esposo amoroso–: ¿Verdad que sí, honey?
Matilde se limita a asentir.
Quiero sentir su voz otra vez. Quiero ver a esa boca ancha y sensual hablar con ese acento porteño que no se le ha quitado a pesar de los muchos años en este país.
–Y usted, señora Matilde, ¿no habrá sido por casualidad también una actriz o artista de la farándula? Con ese cuerpo estatuario y esa pinta, no me sorprendería si lo fue.
La mujer lanza una risotada.

–Qué ocurrencia acaba usted de decir –comenta.
No me cabe la menor duda que mientras más pierdo el tiempo hablando de trivialidades, más es el tormento que Sánchez siente por dentro. Aunque no quiere dar la impresión de que la visita le preocupa, lo cierto es que la impaciencia lo está matando.
–¿En qué debemos el placer de su visita, teniente, o debo decir capitán?
–Teniente está bien –respondo con humildad. Termino de poner la taza de café sobre su platillo–. Señor Sánchez, tengo una noticia muy mala que comunicar a usted: acabamos de encontrar y recuperar el cuerpo de su mujer.
Puedo sentir al guardia Paiva, a quien no he informado de los detalles del caso, volverse en el sofá y mirarme. Habría querido preguntarme: ¿de qué habla usted, mi teniente?, si yo no estuviese ya ocupado en otras cosas. Proseguí, tratando de no mirar a la mujer sentada al lado de Sánchez:
–Alguien de la Fiscalía ha estado desenterrando tumbas masivas a un costado de la carretera Panamericana cuando se dio con una que ha sido excavada con mucho más anterioridad. Contenía sólo un cadáver. La muerta había fallecido de una puñalada al corazón. No hubo dificultad para identificarla pues el asesino no se había tomado el trabajo de quitarle su brevete de conducir. Las huellas digitales también coinciden con las de su carnet de extranjería. La identificación es cien por ciento positiva. No tenemos dudas tampoco acerca de la identidad de su asesino, que había dejado sus huellas en el puñal. Señor Sánchez, antes de que intente hacer nada quiero advertirle que estamos armados, y que haremos uso de nuestras armas de fuego si es necesario.
Pero el argentino se limita a sonreír con esa sonrisa meliflua y un poco avergonzada de alguien que ha sido sorprendido en su engaño.
–No sé cómo lo hizo dos años atrás y cómo lo hace todavía ahora –añado–, pero usted es un genio en su profesión de ilusionista.
–Lo sé –dice Sánchez llanamente, con un suspiro–. Y ahora que ya no hay necesidad de seguir con la charada, esto puede terminar.
Levanta su mano derecha a la altura del rostro de Matilde y chasquea el pulgar y el dedo medio. Y ante nuestros sorprendidos ojos la mujer sentada a su lado desaparece sin dejar un solo rastro.



En la foto: Siu Kam Wen.