zonadenoticias

lunes, mayo 07, 2007

Un adelanto de la nueva novela de Oswaldo Reynoso

Ofrezco a continuación, y en exclusiva, un significativo fragmento de la novela que viene escribiendo Oswaldo Reynoso. La misma lleva el título, aún tentativo, de Huamanga, Huamanga. El presente fragmento fue leído por el autor en la mesa redonda que, en torno a su narrativa, se llevó a cabo el pasado mes de abril en Santiago de Chile durante el Cuarto Congreso Internacional de Peruanistas en el Extranjero.

No ha sido una guerra popular como el ponente sostiene. Lo que ha habido en el Perú ha sido una masacre. Dijo fuerte en tono destemplado un anciano desde el fondo de una de las Salas del Centro Cultural Estación Mapocho de Santiago de Chile. La concurrencia, luego de voltear la cabeza para verlo, me miró con atención. En la mesa redonda, estaba con un joven narrador peruano y un escritor chileno. Luego de haberse discutido sobre la narrativa peruana inevitablemente se había llegado a debatir las relaciones que había entre la creación literaria y la política. Recuerdo que, a propósito de una antología de cuentos sobre la violencia en el Perú recién publicada, dije que en el Perú siempre hubo violencia política y que los relatos antologados se referían a la guerra popular que había ensangrentado mi país durante doce años. De inmediato, aclaré: Sostengo que es guerra popular porque de ambos lados de la contienda murieron los jóvenes más pobres del Perú, mientras que la juventud dorada se refugió en sus elegantes y bien protegidas residencias o se fueron a Miami porque creían que esa guerra se daba en otro país, en un país de indios, y no en su sacrosanta patria. Fue en ese momento que un señor avejentado, ubicado en el fondo de la sala, levantando la mano, pidió intervenir. Hacía algunas décadas que ante sí y porque sí se había declarado el arbitro más feroz de la creación literaria desde una columna del diario El Comercio de Lima. Luego, aprovechando la amistad de juventud con Vargas Llosa, intentó convertirse en uno de los más enterados estudiosos de La ciudad y los perros y de La casa verde, lo que le permitió establecerse en una de las tantas universidades de los EE.UU. Y ahora, después de cuarenta años, me lo encontraba en la Feria del Libro de Santiago. De inmediato, le dije que yo con él no tenía nada que discutir y se dio por concluida la mesa redonda. Fue numerosa la gente que se me acercó para bombardearme con preguntas sobre terrorismo, violencia, guerra popular y literatura. Hacía esfuerzos para poner orden y era imposible. Un señor, alto, casi de cincuenta años, medio calvo y blancón, tomándome del brazo, me dijo, con dejo chileno, desearía hablar con usted. He leído con mucha atención sus libros y me agradaría comentar algunos aspectos que me parecen muy interesantes. Gracias a él, pude abandonar la sala. Lo invito a dar unas vueltas por Santiago y luego podemos tomar algunos vinos. ¿Es su amigo?, me preguntó señalando a un joven poeta que se había acercado a hablarme. Sí, ha venido a presentar un libro de poemas. Si no tiene ningún compromiso, vamos. Y salimos los tres de la Estación. Subimos a su auto y enfilamos hacia el centro antiguo de Santiago hasta la Moneda. Luego estacionó el auto en una calle oscura y nos invitó a bajar. Entramos por un amplio corredor apenas iluminado. En las paredes, un poco viejas, se podían ver retratos de Allende, de Víctor Jara y del Che Guevara y grafitos de tono revolucionario. Se detuvo frente a una reja que protegía una puerta. Tocó el timbre y al instante se abrió una ventanita. ¿Está el Canalla Mayor?, preguntó. Sí, canalla. Espere, que lo llamo al tiro. En la ventanita, apareció el rostro de un anciano que dio el santo y seña: ¡Viva Chile libre!. Se reconocieron y de inmediato abrió la puerta. Le presento a estos dos escritores peruanos que han venido a la Feria. Tanto gusto de recibirlos en El Rincón de los Canallas. Y entramos. En tres habitaciones, como las de cualquier casa, pero sin puertas, se apiñaban varias personas alrededor de mesas de madera rústica con botellas de cerveza y jarras de vino. Una señora gorda nos pudo acomodar en un huequito entre mesa y mesa. ¿Qué se sirven los canallas?, nos preguntó. Si estamos en Chile, vino, le contesté. Las paredes estaban empapeladas con cartas prendidas con alfileres. En la parte superior, formando una galería, se apreciaban cuadros de diferentes estilos y temas pegados uno junto al otro. En otra sala, se veían en la misma ubicación varios relojes de pared que marcaban diversas horas. Un dúo de cantores con guitarras iban de mesa en mesa cantando lo que los parroquianos les pedían. Al enterarse que había dos peruanos, se acercaron a nuestra mesa, nos saludaron y de frente entonaron Niña Bonita de Lucho Barrios. Entonces, le pregunté a nuestro amigo chileno de dónde venía lo de canallas. La señora gorda puso en la mesa copas y dos botellas de vino. Hicimos un brindis y el señor medio calvo nos contó que en 1988 Pinochet se vio obligado a convocar un plebiscito sobre si continuaba como presidente o se convocaba a elecciones. Triunfó el No y el Dictador enojado dijo que los que habían votado por el No eran unos canallas. Sí, le contestaron los socialistas y demócratas: Somos Canallas. Esta cantina se transformó en una de los centros clandestinos más activos de lucha contra el fascismo. Las cartas que ven pegadas a las paredes fueron escritas por los familiares de los desaparecidos o para los padres, hijos o hermanos en el exilio con la firme esperanza de que cuando llegue la democracia vinieran a este bar a leerlas. ¿Y los cuadros?, preguntó el joven poeta. Aquí se los remataban para que tuvieran algo con que vivir los artistas perseguidos por los esbirros criminales. ¿Y los relojes?, pregunté. Cada uno señala la hora de los países a donde fueron a dar los exiliados. Sus familiares venían a tomarse un vinito y miraban la hora e imaginaban lo que en ese momento estarían haciendo. Y esto ya era un consuelo. Se pidieron dos botellas más de vino y en el Perú no había ese consuelo para los familiares de los miles de desaparecidos y recordé a mi gran amiga Vilma que nunca tuvo noticias de su hijo Carlos Eduardo que lo desaparecieron en una prisión y en su delirio comenzó a verlo a la distancia en cualquier calle de Lima o de medianoche se despertaba porque sentía que estaba tocando la puerta de su casa y a ella también la mataron en una cárcel, pero, como siempre, el silencio, sí el silencio que se instaló en nuestra mesa y llamé dúo, les di una nota y comencé a cantar La flor de retama. Al término, toda la concurrencia de bebedores se puso de pie y aplaudió. Me paré para ir al baño. Por ahí, al fondo, me señaló la señora gorda. Pasando apenas por entre las mesas llegué a un pequeño corredor. A la izquierda encontré una puerta con un letrero que decía: La zona de la sacudida, y al frente otra puerta con un letrero: La zona de la catarata. Y no pude contener la risa. Es cierto lo que mi papá y mi mamá, que habían nacido y vivido su juventud en Tacna bajo la dominación chilena, decían: En el fondo de cada roto chileno, duerme un payaso. Regresé a la mesa y había dos botellas más de vino. Y ya me encontraba en ese tinto paraíso crepuscular del vino cuando no sé por qué miré intensamente el rostro de nuestro amigo chileno. Él, al advertir mi actitud, clavó también, intensamente sus ojos en mi rostro. su incipiente calvicie con abundantes cabellos, le borré el bigote y algunas arrugas y entonces sus ojos claros, juveniles, me miraban en una cantina de Chosica cerca de La Cantuta y la cerveza y el ruido del río y el sol y los cerros pelados y las violentas discusiones en el campus universitario y si hay o no las condiciones objetivas y subjetivas para la lucha armada y cómo se caracteriza la sociedad peruana semifeudal y semicapitalista o de desarrollo combinado o capitalista y feudal o estamos en la convivencia pacífica o de la ciudad al campo o del campo a la ciudad y los gritos y los aplausos y los enfrentamientos a puños y patadas y palos y bombas molotov o disparos y qué hacer desde el vicerrectorado y en la tarde unas cervecitas y a hablar de literatura con el poeta proletario Víctor Mazzi y con el otro Víctor y el compromiso de Vallejo y el sol de Chosica resplandecía en arco iris en la espuma de la cerveza dorada y en los ojos claros y los dos al mismo tiempo nos pusimos de pie y nos abrazamos. Cuando sentí en mi rostro sus lágrimas lloré y le dije Carlos y él me contestó Profe Leonardo. El joven poeta no comprendía lo que estaba pasado. Llamé a la señora gorda y le pedí dos cervezas. Nos sentamos y Carlos me preguntó cómo así me has reconocido. Por tu mirada, le contesté y libamos por nuestra antigua amistad. ¿Y qué te pasó? Le pregunté. La guerra popular, me contestó. Mañana, cuando no estemos curados, o choborras, como se dice en nuestro Perú, te cuento.


En la foto: Pedro Lemebel y Oswaldo Reynoso en amistoso abrazo durante la recepción ofrecida por el Embajador del Perú en Chile, Hugo Otero, el 25 de abril, con motivo del Cuarto Congreso Internacional de Peruanistas que se realizó en Santiago en esos días. Reynoso participará próximamente en el Centro Cultural de España en un panel sobre el Valdelomar historietista.