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miércoles, marzo 12, 2008

Cuestión de piel en la narrativa peruana actual

Ofrezco en este post una puntual selección de diferentes pasajes de obras de la narrativa peruana reciente donde la cuestión de piel aflora en el discurso cotidiano. Estos pasajes desprenden de manera natural expresiones racistas que en nuestra sociedad están normalizadas como una "presencia determinante en el vínculo social de los peruanos", que señala Jorge Bruce en su libro Nos habíamos choleado tanto. Son obras publicadas a lo largo de la presente década que ficcionalizan distintos ámbitos y situaciones nacionales durante los últimos veinticinco años, aunque remontándose a "hace siglos, siglos y siglos" como en el caso de los indios en guerra "a causa de los Estúpidos Hombres Blancos" en Bombardero de César Gutiérrez. Hay referencias a la discriminación social y racial entre compañeros de una misma universidad (la pontificia Católica) en El camino de regreso de José de Piérola, así como en una pareja de esposos en la norteña ciudad de Talara en El huevo de la iguana de Carlos Calderón Fajardo. Está también la discriminación positiva en la descripción fenotípica que hace el narrador Mirko Lauer (homónimo del autor) de su amigo huaquero y curandero del puerto-balneario de Cerro Azul, a quien hipotéticamente adjudica "dos tipos de prosperidad posible" (Órbitas. Tertulias). Y la espontánea expresión racista para referirse al Otro junto a la discriminación / estigmatización de las zonas periféricas en uno de los cuentos de El pez que aprendió a caminar de Claudia Ulloa Donoso. La nostalgia de la campesina y empleada doméstica Amelia por su pueblo y por su entorno cultural andino desata el recelo y la cólera racista de "la señora, de su madrina, de su ama" iqueña en Retablo de Julián Pérez. El amigo que baila feliz en la pollada de un barrio de la ultra periferia de Lima es percibido potentemente por el narrador de uno de los cuentos de El Paso de Miguel Ildefonso como telúrico y por ello "la reencarnación de[l mítico] Inkarri". En El círculo de los escritores asesinos de Diego Trelles se ofrece una descripción de diferentes jóvenes a través del color de su piel -"blancos y negros y cholos y chinos y zambos"- para constatar su uniforme lucha contra el tiempo dentro de la utópica disolución de las identidades nacionales. Por último, en Nuestros años salvajes Carlos Torres Rotondo apunta en el contexto de la violencia política las diferencias a todo nivel al interior de la ya de por sí radical movida subterránea. Se trata, en suma, de una "presencia determinante" expresada de múltiples formas y con distintos signos ideológicos en las obras aquí consignadas de las que pueden leer a continuación breves pero significativos fragmentos. Cuestión de piel.

MANAN. Dicen no, no podrán matarnos, no, y diciendo NO avanzan las columnas imperiales orando a diosito Quilla y mamita Inti pero siempre de rodillas caminando sobre los cristales, están rezando con los tendones partidos sobre las junturas de las piedras, están clamando por las rocas de zurcido invisible, están implorando a los cielos de recargadas nubes por la protección eterna de sus grandes metrópolis en forma de pumas que se orlan en fortalezas cubiertas de oro y plata, wankas, wawakis, takis, aranways, harawis, hayllis, qhaswas y waynos componen una especie llena de amor que ora por la salud de las piedras y a veces por la sociedad de los poetas muertos que están bien pero bien pulverizados a causa de la vida y de manera algo especial por el alma de todos los Kilku Warak'as que caminan declamando Inti Tayta Intillay y recibiendo las bendiciones de la nieve de los Apus y esa es una de las razones por las que hace tiempo que no atacan los indios y si están en guerra es a causa de los Estúpidos Hombres Blancos que apuntan y bum contra los amables indios cobrizos que no atacan ni contraatacan y han sobrevivido milagrosamente a los siglos y a las muchas invasiones terrestres y extraterrestres y siguen vivos porque están escribiendo los versos, están azotando los tambores, están bailando los waynos y están cantando las canciones desde hace siglos, siglos y siglos caminando hasta la muerte en estricto cumplimiento de los mandamientos en su calidad de especie protegida por diosito Quilla y mamita Inti pero en franco proceso de extinción.
- ¿Manan wañuchiwaykuta atinqakuchu?
- Espérate, en breve sí podrán matarlos.
(César Gutiérrez, Bombardero. Arequipa: Literatura Tomahawk, 2007, 416-415)

Tapó la bocina con una mano.
-Bajo en un toque -le dijo a su amigo [Antonio]-. Tengo que ver un asunto.
Subió corriendo. Se sentó en la cama antes de levantar el auricular del teléfono de su mesa de noche.
-Lo que pasa, gordo, es que abajo está Antonio.
-¿Toledo -preguntó Chacho-, el último inca?
-Ya quedé con él. No puedo dejarlo tirando cintura.
-¿Qué pasa, negro, te me estás volviendo marica?
-Mira, gordo, vamos a ir, de hecho, pero no puedo dejarlo, ¿no crees?
-Ya -dijo Chacho-, lo quieres llevar, ¿no?
-La hermana de Vanesa -dijo Fernando-, ¿no querrá ir?
-Se muere por ir -dijo Chacho-. Pero no queremos mocosas, ¿no? -hizo una pausa-. Además, le daría un ataque de náuseas si la emparejamos con tu pata. Ni hablar.
-No seas mierda, gordo, tampoco hay que insultar a la gente.
-Nadie insulta a nadie, negro, pero así son las cosas, si llevamos a tu pata a Punta Hermosa van a creer que llegamos con mayordomo.
-Eres un conchatumadre, Chacho.
-Tranquilo, negro, yo no tengo la culpa de que nuestro país sea una mierda. Un indio es un indio aunque estudie en la Católica, y eso no lo podemos cambiar, ¿no?
(José de Piérola, El camino de regreso. Lima; Norma, 2007, 116)

Germán supone que regresará en la noche a su casa y ya no encontrará a Mónica. Que hallará más bien una nota diciéndole que todo ha terminado entre ellos, que Mónica quiere divorciarse, que no la busque porque se va del país. Pero Germán es un hombre que siempre estuvo enamorado de una mujer como Mónica, que se quemó las pestañas durante años estudiando ingeniería para casarse con una mujer así, para vivir como vive. No tiene por qué sentirse un traidor. Es un hombre que luchó por superarse y lo logró. Lo que lo quiebra es que una mujer, la que ama, no lo considere a su altura. No ha hecho nada de malo. Por eso se imagina que se cortará las muñecas, que lo llevarán al policlínico en una ambulancia, sometido a una transfusión de sangre; que dos tubitos entrarán por sus fosas nasales; que estará cubierto por una mascarilla de oxígeno. Pero piensa también que podría ir a una de las plataformas en el zócalo, en una de las veloces motonaves y arrojarse desde allí al mar infestado de tiburones. Pero el día pasa y llega la noche, y Germán regresa a su casa y comprueba lo que sospechaba: Mónica se ha ido y ella ha sido muy cruel porque en su nota dice: "No pertenecemos al mismo mundo, no tenemos nada en común. Tú puedes vivir en Talara toda tu vida, yo no soporto un día más en esta ciudad de cholos inmundos". Germán prende la luz del cuarto de estar, en una gran pecera nadan una infinidad de pececillos de diferentes especies; el perro ladra como intuyendo que no verá nunca más a la mujer que lo engreía. La vida adquiere la consistencia de los saurios, la piel dura y reseca. Estamos en el tiempo de la iguana, hay que mimetizarse, cambiar de piel, confundirse con el paisaje, formar parte de él.
(Carlos Calderón Fajardo, El huevo de la iguana. Lima: San Marcos, 2007, 386-387)

Mi amigo Chumpitaz es un cholo muy bien plantado, lo que se diría maceteado, más alto que bajo, oscuro de piel, de pelo lacio sobre un rostro de rasgos finos, pero con una levísima sugerencia de labio leporino. Flanquean la afilada nariz quechua pómulos salientes que más parecen tártaros. Además es canoso y señorial. Podría ser un abogado de éxito a no más de cien metros del Palacio de Justicia, o un American-Indian congresista en Washington, y lleva el aplomo de esos dos tipos de prosperidad posible.
(Mirko Lauer, Órbitas. Tertulias. Lima, Hueso Húmero y El Virrey, 2006, 21-22)

Sé que no hay Marlboro, y lo más probable es que la cholita que atiende piense que "Marlboro" es el nombre de algún actor gringo. A un costado de la tienda un grupo de chicos conversan con desgano. Pienso por unos segundos lo estúpida que se me escucharía pidiendo un Marlboro en aquella tienda casi provinciana. Pero ahora estoy parada frente a la reja mirando directamente a los ojos de la pequeña cholita que espera que pida algo. Sólo atino a decir:
-¿Tienes camotes?
-Se han acabado...
Doy media vuelta, lista para irme y veo que alguien saca un Marlboro de su bolsillo y lo enciende.
Lo miro atónita. Me es difícil describirlo ahora. Sería poco decir que no era muy blanco, que tenía el cabello corto, oscuro, ondulado, los ojos oscuros, la camisa de cuadros. Mejor podría decir que era un chico joven, casi de mi tamaño, bello como un ángel. Me imagino la publicidad de un ángel fumando: sería perfecta. A esta hora y en este barrio de mierda [11.00 p.m., Rímac] aquel chico sólo podía ser una visión; pero descubro que es real cuando aspira el humo de su cigarro y me dice:
-A lo mejor puedes encontrar camote en la otra tienda.
(Claudia Ulloa Donoso, "Yo solo quería un cigarro", El pez que aprendió a caminar. Lima: Estruendomudo, 2006, 74-75)

Pero ella, Amelia, que también había tenido suerte con su madrina, su ama, que la hizo su ahijada porque le caía simpática la cholita, aunque cada tarde, luego del duro trabajo de limpiar toda esa casona grande, lavar los servicios de cocina, lavar ropas, planchar, almidonar y azular sábanas y las ropas interiores de los tantos sobrinos de la señorita Gardenia de las Heras, se contristaba y recordaba, con llanto que poco a poco iba llenándole los ojos, a su madre caminando con su bulto de sal blanca de Cachicachi en las espaldas para canjear con granos de sustento en San Antonio, Qirulla, Pumaranca, Paras o en Chuschi; recordaba también el balido de los huachos, el jugueteo de los cabritos, el zurear de las palomas, el impecable azul del cielo, como también el ladrido del perro Sunca en las tardes de Vilcanchos cuando las sombras iban comiéndose poco a poco toda la Tierra, desde las orillas del río hasta las cumbres más altas del cerro más alto, ¿cómo se llama?, ah, Oqulla, la sombra que borraba sus recuerdos y ella sollozaba, todavía tierna, e unos diez o doce años. Entonces de afuera, por qué tanto gimes, chola desagradecida, ¡¿acaso se hallaba sin comer?!, qué dira la vecindad, qué me dirá la gente Dios mío, y así poco a poco fue acostumbrándose a la ciudad [de Ica], al trato en verdad bueno de la señora, de su madrina, de su ama, que le hacía comer y vestir bien conforme a su buen proceder.

(Julián Pérez, Retablo. Lima: San Marcos, [2004] 2006, 260-261)

Jenny tenía una pollada en su casa. Alfonso Ugarte, Caquetá, Rímac, Zárate, Huáscar: llegamos. Nos presentó a toda su familia. Ponían huaynos y cumbia. José, feliz, bailaba con Jenny; era la reencarnación de Inkarri, lo jodía así cuando se ponía telúrico.
(Miguel Ildefonso, "El palacio", El Paso. Lima: Estruendomudo, 2005, 116)

El Chato vació, de un solo viaje, su vaso descartable, pidió permiso "para mear" y, algo pudoroso, caminó los veinte metros que nos separaban de un robusto tronco. Algunas imágenes fugaces me invadieron en ese momento, imágenes de violencia que terminaban en una armonía por nadie experimentada y a las que me abandonaba con la complicidad de mi risa. Recuerdo que vi jóvenes escritores y jóvenes cineastas y jóvenes críticos y médicos y políticos y arquitectos y artistas plásticos y periodistas y fotógrafos y futbolistas y sacerdotes y militares y presidentes, todos ellos negando la ampulosidad de las antiguas jerarquías con la alegría de su mocedad, renunciando a las prebendas y a las ofertas desleales y a los futuros brillantes y a las promesas de un mañana saliendo de bocas sucias que nunca entendieron de mañanas; jóvenes como una armada de la transparencia que avanzaba rauda y campante en su objetivo de limpiar hasta el último escollo de pobredumbre; jóvenes blancos y negros y cholos y chinos y zambos que ni siquiera tendrían que denominarse peruanos o chilenos o australianos o franceses o árabes sino jóvenes a secas, diciendo "basta", diciendo "no señor" y empuñando las armas ante la furiosa resistencia de esa eterna dictadura de la vejez.
(Diego Trelles, El círculo de los escritores asesinos. Barcelona: Candaya, 2005, 98)

El Hueco realmente hacía honor a su nombre. Era una pequeña jato en Santa Beatriz a la que se llegaba pasando por un callejón. Ahí paraba la gente de Eutanasia, la banda más radical de la movida, que había convertido el tugurio en un centro de reuniones y conciertos. En aquella época los subterráneos radicales estaban peleados con los pitupunks, que a su vez se autodenominaban hardcores para diferenciarse de los subtes. Y en esos años de terror, bombas y súbita oscuridad, aquello del dinero, la actitud y el color de la piel significaba muros infranqueables.
(Carlos Torres Rotondo, Nuestros años salvajes. Lima: Alfaguara, 2001, 19-20)

En la foto: Manual para enfrentar el racismo confeccionado por la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos.