Por Diego Trelles Paz
1. TRES LATINOS EN LA TABERNA DE BUKOWSKI
Hace una semana recibí la quinta edición de la revista Intermezzo Tropical en el bar Bukowski's Tavern de Boston. El bar era angosto y largo como un vagón del metro y de Charles Bukowski sólo había una pequeña impresión a colores a la que nadie prestaba mayor atención. Cuando los poetas Enrique Bernales y Carlos Villacorta me citaron en el Bukowski tuve la secreta esperanza de que, de las entrañas secretas de la modosa ciudad de Boston que había conocido hasta el momento, una suerte de pleasantville fría y desangelada como sus amables habitantes, surgiría la noche con toda su negrura de la mano de uno de sus amos. —¿Quién—me preguntaba—podría ponerle Bukowski a su bar para hacer una versión alternativa del Friday's?
Mientras caminaba hacia la taberna bajando la cabeza para enfrentarme al viento helado, me complací imaginando un lugar improbable: escaleras descendentes, Keren Ann sonando en un viejo Jukebox, un cantinero ruso lleno de tatuajes, una serie de adolescentes idiotas jugando a locos, muchachos promiscuos con aspiraciones literarias, whisky y cocaína adulterada en los baños ("Hey, Joe, ¿alguna vez conociste a un escritor abstemio?" dice uno de los personajes de mi microcuento mental; Joe se sube la bragueta, peina su profuso bigote con dos dedos, responde sin sonreír: "Conocí a un cura homosexual, una sola vez, de niño. Lo maté a golpes. Me enferma la gente que pierde la perspectiva").
Si hay algo imperdonable en el Bukowski's Tavern no es que haya usurpado el nombre de un escritor californiano ajeno en todo a la falsa civilidad de Estados Unidos para reproducir uno de esos bares estudiantiles con mesas de billar, tablas para dardos y sonsitos encamisados que aspiran a perder la compostura escuchando a Aerosmith. Tampoco que sea una mezcla involuntaria de restaurante deportivo texano (no hay como los texanos en cuestiones de mal gusto) con el Hard Rock Café, el epítome de la cultura Shopping en su vertiente más espantosamente rockanrolera. Ni siquiera que el rojo de la entrada le diera un falso aire a pub irlandés y el inconfundible aviso de Budweiser (como saben, pichi fría disfrazada de cerveza) estuviera más grandilocuente que de costumbre. Nada de eso. Lo terrible, lo nocivo, lo incomprensible y, ciertamente, intolerable del Bukowski's Tavern era que no sirvieran whisky, just beer.
—Whattafuck?
Pues, no, me dije, no, bar Bukowski, de ninguna manera: yo puedo soportarte toda la parafernalia engañosa y seudo culta pero esta afrenta, nunca. Hasta aquí llegamos con esta parodia de cantina salvaje. Sírvame, por favor, una Stella para acompañar a Enrique y a Carlos antes de empezar a rajar de todos los escritores peruanos vivos y casi muertos, le exclamé a la mujer de la barra que nunca nos miró. Era una joven blanca, tenía el pelo negro y recogido arriba de la nuca con premeditado descuido, vestía como se viste la gente que ya se cansó de la vida pero aún no llega a articularlo y, aunque tenía los rasgos finos, la dureza de sus gestos la hacía fea y odiosa como un perro chino. Tenía, además, y esto lo noté unos diez metros antes de acercarme a la barra, unas tetas descomunales, como de gorda orgullosa, que la encorvaban al desplazarse y atentaban contra la natural rapidez de su oficio.
La mujer pasó tres veces delante de nosotros y fue diligente para ignorarnos. Es cierto que el Bukowski estaba al tope pero no es menos cierto que su sordera parecía teledirigida a los únicos tres latinoamericanos del bar. De eso me di cuenta cuando, cansado de llamarla, ladeó la cabeza con violencia y fue grosera para decirnos que ya me había oído. Desde luego, nunca nos atendió. El otro cantinero, sin embargo, fue rapidísimo para servirme mi Stella mientras la tetona huraña y decrépita seguía dando vueltas como una pantera enjaulada.Este episodio me hizo pensar en algo que había perdido de vista en el tiempo que llevo viviendo aquí. Sucede algo curioso con nosotros los migrantes, algo que muchos ignoramos o tenemos tan internalizado por un deformación inherente a nuestra cultura pero que es particularmente dañino cuando la segregación nos explota en la cara: aceptamos como lógica y natural la división entre los documentados y los indocumentados, entre los legales y los ilegales, entre los que llegan a estudiar y los que llegan a limpiar, entre los que entran por la aduana y los que cruzan la frontera por el desierto. Los privilegiados —siempre dentro del grácil terreno de la teoría— solemos pensar que el racismo es una desgracia social, una práctica indigna y ajena para los países democráticos y modernos, una aberración humana que se ha ido moderando con los años hasta verse en el presente como un molestoso e imperdonable defecto. En la práctica, sin embargo, sobre todo si nuestros rasgos son más occidentales que andinos, confiamos sin decirlo en que la discriminación es un asunto de otro; un otro físicamente reconocible y denunciable para el racista oculto que, no obstante, todos nosotros cargamos como una procesión por dentro.
Esta división no es otra cosa que una proyección, en territorio extranjero y bajo diferentes categorías taxonómicas, de la tradicional diferencia entre el blanco y el cholo en un país escindido y socialmente quebrado como el Perú. Una nación plural y multiétnica en donde, bajo la excusa del progreso y de la supuesta idiotez congénita del habitante andino o del empobrecido ciudadano, se ejerce la violencia muda e indescriptible de la riqueza y el bienestar de unos pocos en las narices de todo el resto. La pesadilla de nuestra esencia creo tenerla clara: nadie quiere ser cholo en el Perú.
Lo curioso es que algunos de nuestros políticos, intelectuales y líderes de opinión enturbian aún más esta penosa situación. Tenemos, por ejemplo, al showman televisivo y discreto escritor, simpatiquísimo él, sabio explotador literario de su sexualidad, muy hábil y rápido en el uso de la jerga y en el trato farandulero que, en el más lamentable y vergonzoso de sus artículos de opinión, escribió que los peruanos del ande que votaron por Humala no tienen la culpa "del aturdimiento o la confusión que a veces ocurre cuando se respira poco oxígeno en las alturas peruanas". Tenemos también al pintor canónico que, de cara a las pasadas elecciones y en un artículo indecoroso cuyo título resume sin ninguna sutileza toda una concepción aristocrática y paternalista de la política peruana ("¿Desmemoriados, engañados o inocentes?"), reproduce y deforma el mito del buen salvaje calificando a la población campesina y a los que viven en las zonas marginales de las ciudades como "gente indefensa, repetida y secularmente engañada que busca como desahogar su frustración y su ira". Tenemos, finalmente, al presidente futbolista y cantante de valses —prueba irrefutable de la filosofía criolla del sí-se-puede— que llega al poder vendiendo la imagen del serrano orgulloso de su casta y de sus raíces y que, entre Johnny Walker etiqueta azul, una mujer rosada y comilonas groseras con sus amigos, los dueños del Perú, ya con la popularidad por los suelos pierde la histórica oportunidad de reivindicar políticamente a la raza más desfavorecida de un país tristemente destinado por la providencia para el presidente blanco.
Ningún tipo de discriminación es agradable, pero es particularmente antipática cuando el discriminador ataca y denigra en nombre de un país hecho, construido y sostenido por inmigrantes. Ninguna discriminación es aceptable y, sin embargo, hay un código invisible por el cual los inmigrantes latinoamericanos pueden ser divididos en categorías bajo nuestra silenciosa y sumisa complicidad. "El racismo es completamente censurable pero no nos atañe ni nos afecta", piensa el inmigrante bien que, sin mucho esfuerzo y, muchas veces, ya completamente adaptado a las normas de convivencia que ponderan las gélidas relaciones sociales, repite el discurso bien intencionado de algo vago que no lo amenaza directamente porque sólo lo experimentan los cocineros, las muchachas de la limpieza, los obreros de carretera, los trabajadores por hora que esperan su suerte en los estacionamientos del Home Depot.
"Vámonos de aquí" le dije a los dos poetas pero no les hablé de lo que para mí había sido una acción racista. No entiendo muy bien si fue por delicadeza o porque no suelen afectarme los temores y las inseguridades del que segrega. Entre mis manos tenía la Intermezzo Tropical 5 y el tema de este número ("Migraciones y utopías: Lo cholo, lo chicha y lo sudaca") se me antojó como una curiosa premonición.
2. CINCO POETAS Y UNA APRECIABLE REVISTA CULTURAL Tenía mucha curiosidad por leer el último número de Intermezzo Tropical. Gracias a la red, supe de lo aparentemente bueno y de lo aparentemente malo y quería comprobar hasta qué punto se le había juzgado con objetividad. Soy amigo de los cinco editores (Victoria Guerrero, César Ángeles L., Luis Fernando Chueca, Paolo de Lima y Martín Guerra Muente: todos ellos poetas). Los cinco realizan con seriedad el trabajo de abrir un espacio de crítica y reflexión para que escritores, poetas, artistas plásticos, críticos de arte y de cine, académicos, etc., puedan publicar sus trabajos en un país en donde hay un gobierno que piensa que la cultura es una broma macabra y los artistas, agitadores incómodos a los que hay que acallar a la fuerza. La supervivencia de una revista independiente es cosa de magos en el Perú. México y Argentina, por dar dos ejemplos, tienen, por lo menos, diez revistas cuya calidad es bastante alta y, en todas, el Estado incentiva a sus editores con publicidad. No se equivoquen, no hay intercambio dudoso: no es canje ni prebenda oficial, no hay chantaje político. El verdadero dolor de cabeza en Intermezzo siempre ha sido el financiamiento y, sin embargo, aún cuando tres de sus editores viven fuera del Perú, la revista sigue hacia delante y con una salud envidiable. Negarle el crédito a Victoria sería mezquino. Sin Victoria, no habría Intermezzo. Sin Intermezzo, no pasarían de cinco las revistas limeñas que, gracias a la respiración artificial de instituciones como el Centro Cultural de España, siguen —y seguirán— bregando.
Esta quinta entrega es, sin dudarlo, la más sólida del quinquenio. Tanto en la forma como en el contenido, coincido plenamente con Abelardo Oquendo en calificarla de "apreciable revista". (Entre paréntesis y para adelantarme a cualquier comentario disonante que sostenga que la razón de estas líneas es una nada solapa lamida a sus editores, diré en mi defensa que me resulta imposible —físicamente, digamos— alabar algo que está mal hecho: no pierdo mi sentido crítico para quedar bien con el prójimo y, si el caso se presenta, al no considerarme un crítico ni tener un espacio abierto en ningún periódico, prefiero el silencio). Intermezzo abre con los versos de Patricia Guzmán ("La casa de los afligidos"), poeta venezolana que sorprende gratamente por su fuerza, musicalidad e intimismo ("Al acallarme/ Él/ que me esclarece/ Él/ amantísimo/ rozó mi frente y oscureció mi nombre"); más adelante, "Verano del 2005" el poema en prosa del chileno Pablo Paredes que tiene el tono desenfadado de una confesión humorística, es otro de los puntos más altos de la edición ("Anoche me llamó una periodista para saber si mis amigos y yo éramos unos poetas malditos y yo le dije que se fuera a la chucha y le di el teléfono de Ruiz"). Luis Fernando Chueca rescata y presenta tres poemas de Josemári Recalde (1973-2000) ausentes de su Libro del Sol. El aura generada en torno a Recalde, sobre todo después de su suicidio, de muchas maneras ha conseguido mitificar (y magnificar) el prestigio de un poeta (insoportable en persona, y hablo acá desde mi propia experiencia) ciertamente incomprendido y virtuoso. Otro rescate es el que el poeta José Carlos Yrigoyen hace de algunos de los poemas del inédito Cuaderno de California que Guillermo Chirinos Cúneo (1946-1999) escribió sobre las páginas membretadas de una asociación psiquiátrica de California en la que era residente. El narrador Carlos Torres Rotondo, cuyas crónicas de la historia del rock en el Perú son altamente recomendables no sólo por su frescura sino por la concepción general de tan ambicioso proyecto, presenta "Lavapiés personal", un extracto de Crónica sudaca, su segunda novela aún inédita. La segunda parte de la revista ("Film de los paisajes") es, quizás, la más irregular del conjunto. Destacan la serigrafía de un José María Arguedas en tono pop —obra del artista plástico Alfredo Márquez— y, en el dossier sobre el escritor de Andahuaylas, el ensayo del escritor José Güich Rodríguez en torno a El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971) en el que pone en duda el carácter inconcluso de la obra más arriesgada, en términos formales, de Arguedas. El crítico Juan Zevallos Aguilar escribe sobre el grupo cultural Orkopata; Enrique Bernales analiza las visiones utópicas del sujeto andino en El zorro…, y César Ángeles hace una crónica sobre Apuntes inéditos. Celia y Alicia en la vida de José María Arguedas, libro que presenta correspondencia y fotografías del escritor peruano. El narrador chimbotano Fernando Cueto incluye un (mini) extracto de Llora corazón (2006) que no parece tener mayor asidero, salvo la anécdota de la trama, en el portafolio Arguedas. El crítico de cine Emilio Bustamante, por su parte, nos ofrece una reflexión en torno al tema de las migraciones en el cine peruano. Es particularmente interesante la manera en que enfoca el tema de la figura ausente o desaparecida del padre en Gregorio (1985) y en Juliana (1989) del Grupo Chaski, y el de la pérdida de la identidad en Alias La Gringa (1991) de Alberto Chicho Durant. El sociólogo Víctor Hugo Perales presenta un trabajo sobre la migración peruana en Sudamérica a partir de un viaje personal, el narrador Siu Kam Wen ofrece desde Hawaii un suculento adelanto ambientado en Las Vegas de su nueva novela La vida no es una tómbola, y Victoria Guerrero escribe una crónica sobre el movimiento Okupa en Berlín.
[Como breve anotación, debo decir que una de las cosas que podría corregirse en el próximo número es el tono de los trabajos de este segmento. Se percibe desordenado porque hay un desbalance de forma, sobre todo en el lenguaje, entre los ensayos críticos y las crónicas periodísticas].
Alberto Medina abre el penúltimo segmento de Intermezzo con un artículo sobre los símbolos y las miradas presentes en la película Madeinusa (2006) de mi amiga Claudia Llosa. El poeta y antropólogo Martín Guerra Muente, usando la figura del flaneur parisino que Walter Benjamin emplea para hablar de uno de los inmortales (Charles Baudelaire), hace un análisis bastante logrado y muy bien escrito sobre la posibilidad del flaneur ("una suerte de etnógrafo de la velocidad") en una "urbe abigarrada e hipertrófica" como la limeña (destaco, como guiño solapa al grupo Arcade Fire, el subtítulo de "La Biblia de neón", además de las dos pinturas de Pancho Guerrra García que ilustran el artículo). El poeta Róger Santiváñez presenta los versos de cuatro poetas latinoamericanos que viven en USA y, finalmente, cierra esta parte, la ya publicitada y polémica confesión del poeta —Infra— José Rosas Ribeyro en torno al trabajo "de montaje y construcción" que él y Elqui Burgos hicieron sobre los tres famosos poemas de María Emilia Cornejo (algo que personalmente, y sin dudar en lo más mínimo de la veracidad del texto de Rosas Ribeyro, observo como parte o continuación de un juego poético absolutamente coherente). Aunque hubiera sido mucho mejor la carátula en mate y no la plastificada que le da un brillo verdaderamente horrendo, el diseño de la portada en el que Jorge Miyagui trabaja sobre el cuadro Carmen de Christian Bendayán (sin duda, uno de los mejores pintores peruanos contemporáneos) y la foto de la agresión a la joven ecuatoriana en el metro de Barcelona, es inmejorable.
Dicho esto, le deseo larga vida no sólo a Intermezzo Tropical sino a todas las revistas e iniciativas independientes que, hechas con seriedad y cariño, resisten con arte y compromiso la ceguera y la parálisis cultural de este penoso gobierno, delicia caída del cielo para el empresariado peruano (nunca tan rico, nunca tan poderoso). No faltará quien vea sinuosidades ficticias en lo ajeno. Tampoco quien, cual macarthista reciclado, observe rifles y bombas en manos que sólo portan lápices. A los espectros se les responde con talento, es lo que menos soportan. La violencia siempre será menos poderosa que las palabras.
En la foto: Enrique Bernales, Diego Trelles y Carlos Villacorta en el frontis del bostoniano Bukowski's Tavern. Intermezzo tropical 5 se presenta hoy a las 7:00 pm en La Noche de Barranco. Ver detalles del programa aquí.