Por José Güich Rodríguez*Hay una pregunta retórica a propósito de la escritura de ficciones. ¿Qué significa esa actividad? ¿Qué sentido esconde? Los autores reunidos en Nacimos para perder, nacidos entre 1961 y 1979, ejecutan esa labor haciendo a un lado las eternas interrogantes de por qué o para qué infiernos se apartan del mundanal ruido e inician jornadas extenuantes, de las que uno emerge consumido, agotado por el esfuerzo de construir una historia que, al mismo tiempo, sea una revelación única e intransferible acerca de cómo un escritor concibe al mundo, lo reelabora y ulteriormente construye un universo con sus propias reglas y convenciones. En lo personal, pienso que no hay una respuesta única o un pensamiento guía al respecto.
Cuando alguien escribe, no hay teoría o especulación que valga. Es uno y solo uno frente a la bendita o, mejor aún, maldita página en blanco, que se abre como una puerta hacia el único territorio donde el ejercicio de la libertad es la única certeza admisible. A las otras, se las quisieron llevar ciertos discursos nacidos de la postmodernidad, convenientemente manipulados por los fundamentalistas del mercado, al que muchos oportunistas han querido arrimarse para declarar, neciamente, que la historia ya concluyó. Y nada más alejado de eso que los relatos de esta colección, en los que subyace, como motivo guía, la sombra que proyectan las grandes pérdidas y ausencias en el balance de una vida humana; partidas o rupturas, amores imposibles, la perdida de la inocencia, el reencuentro con los miedos más profundos y la soledad moderna son solo algunos de los temas de estos cuentos. Algunos, con ironía o desenfado; otros, con un fatalismo visceral, o bien, con una mirada nostálgica, pero nunca complaciente, nos entregan versiones paralelas y desafiantes de la realidad. Cada autor, desde su experiencia y sensibilidad, se opone tenazmente a la idea de que el mundo solo deba ser contemplado en función de la homogeneización y lo que podría llamarse, con sorna, la cultura Kentucky Fried Chicken, que ha idiotizado a una buena porción de la humanidad.No existe literatura plena que nazca de la claudicación o del conformismo, disfrazado de recetas anodinas. Y de eso, todos los escritores antologados están muy seguros. Para aquellos que quieran tranquilizar sus almas con productos livianos están, más bien, los Manuales de Autoayuda que Gabriel [Rimachi] satiriza tan eficaz y jocosamente en la nota de presentación. La literatura auténtica, esa que se escribe con pulmones, hígado y el aparato genital entero, solo puede debe brotar de la colisión frontal contra aquello que los asimilados al sistema denominan "lo fáctico" casi con veneración religiosa y de rodillas; para un narrador, eso no es más que nutriente, materia prima de la escritura. Al trasvasarse a la maligna hoja, se convierte en una ficción. Para ello, es necesario que los creadores se devoren a sí mismos y luego expectoren sus pesadillas, sus ilusiones, sus frustraciones, sus búsquedas del paraíso terrestre, sus monstruos predilectos y, quizá, muy relegada en el desván construido por el desencanto, esa palabra llamada "esperanza"... aunque no sabemos de qué o para qué. Y lo más fascinante es que también se apropian de los terrores ajenos, los cargan sobre sus hombros y los llevan a cuestas a través de los laberintos insondables de una narración.
De todo eso y mucho más habla Nacimos para perder, inteligente título que Gabriel ha sabido utilizar no solo como alusión al eje de la antología, sino, en un segundo plano de lectura, para darle un golpe certero a todos aquellos domesticados para los cuales la literatura no pasa de ser un mero pasatiempo, y cuyos cultores siempre llevan en sus frentes el sello del sospechoso, del marginal o del demente. No, señores tecnócratas, escribir relatos es un trabajo muy serio, que exige disciplina, entrega plena y sinceridad (los mismos principios que, graciosamente, campean en los bancos o en los supermercados). Aunque, a decir verdad, al escritor no le viene mal algo de locura, de marginalidad o recibir eternas acusaciones de subversión, parricidio o irreverencia ante las verdades consagradas.
Escribir es, sobre todo, una celebración agónica y un ritual mistérico; pero también puede ser, simplemente, como nacer, morir o apagar la televisión... un acto entre tantos, que solo alcanzará la trascendencia que cada autor quiera otorgarle en una época tan desabrida, tan antiutópica y de otras barbaridades nacidas de la deshumanización que poco a poco quiere ponernos contra las cuerdas y convertirnos en obedientes ovejas dentro del redil. Y ahí están, estamos, los escritores, decididos a ejercer el derecho a ser anarquistas, a fundar nuestra religiones personales o, simplemente, asustar, desestabilizar a los bienpensantes que creen tener los pies bien puestos sobre la tierra. En Nacimos para perder, creo que todo eso se da con creces, en amplias cuotas sin vencimiento de pago... Y es una muestra de que la narrativa peruana está más oronda y viva que nunca, apostando por una diversidad temática y estilística sin precedentes en otros períodos. Su lectura atenta puede brindar un mapa general de los derroteros y opciones actuales por los que avanza nuestra narrativa. El orden solo está dictado por la fecha de nacimiento de los seleccionados, lo que contribuye a fortalecer la identidad del conjunto, basada en los contrastes poéticos y estructurales. Celebremos, pues, juntos, esta sana y aconsejable heterogeneidad de miradas, anhelos y sacrificios a los viejos dioses; festejemos esta sana demencia que es perpetrar un cuento.* Publicado en weblog Amores bizarros. Leído inicialmente en la presentación de la antología en la Feria del Libro, el pasado 23 de julio.
En la foto: Gabriel Rimachi.